jueves, 30 de diciembre de 2010

Si pudiera vivir nuevamente

Jorge Luis Borges, el escritor argentino, el candidato eterno al Nóbel, el hombre que había perdido la vista pero veía mucho más que otros, el soñador, el lector infatigable, el de las mil historias, el que homenajeaba a Buda y luchaba contra el tiempo, al final de sus días, cuando miraba a la muerte a la cara, sin miedo, como debería ser, como es lógico que suceda en un sistema donde la muerte es parte de la vida… escribió, un poema desgarradoramente honesto, y también  un llamado a la reflexión constante.

Dentro de unas horas comienza un nuevo año, una ilusión, porque el tiempo es una dimensión utópica, porque después de los abrazos y de los buenos deseos, la vida continuará inexorablemente, por eso, porque seguiremos viviendo, las palabras de Borges nos llegan como un aliento a la existencia, un acícate a la esperanza, un “déjate de tonterías” y concéntrate en lo importante, aquí el poema de Borges:







Si pudiera vivir nuevamente mi vida…
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de echo tomaría
muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes,
contemplaría más atardeceres, subiría más montañas,
nadaría más ríos.

Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida,
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.

Por si lo saben, de eso está echa la vida,
sólo de momentos, no te pierdas el ahora.

Yo era de esos que nunca iba a ninguna parte sin
un termómetro, una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas, si pudiera volver a vivir,
viviría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo
a principios de la primavera y seguiría así
hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita, contemplaría más
amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera
otra vez la vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años
y sé que me estoy muriendo.

El último verso de Borges tiene un dejo de melancolía, un desgarro, un sentir que en muchos aspectos la vida ha pasado inexorablemente y en el camino, sin pensarlo ni desearlo, se ha perdido de algunos de los momentos que hacen significativo el vivir. No me gustaría decirlo, no me gustaría sentirlo, no desearía tener esa melancolía a los 85 años.

Apreciados amigos: 

Un feliz año, una feliz vida, una sabia vida, que no es ser sabio abstenerse, sino el apreciar cada instante como si fuera el último.

A los que en este año me han acompañado en mis devaneos y pensamientos, un abrazo.

A los que se han sentido tocados, heridos, traumados o enojados, por mis escritos, un abrazo.

A quienes han sentido que a partir de mis palabras los he interpretado, un abrazo.

A todos, los que me entienden o desprecian, los que me acogen y los que me rehúyen, un abrazo.

Porque si abrazáramos más y discutiéramos menos, tal vez, algunos de mis escritos no serían necesarios...


Feliz vida para todos.


© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Sin perder perspectiva

Jesús no vino a fundar un partido político, como algunos de sus seguidores parecen creer.

No fundó una organización multinacional multimillonaria, como lo son algunas de las corporaciones que se supone que le representan.

No vino en busca de adeptos ni de prosélitos, tampoco buscaba seguidores, no era ese su fin, como parecen haber olvidado algunos en la actualidad.

Vino vestido de manera sencilla, sin ostentación, ni exhibición de riqueza, muy diferente a lo que muestran algunos de sus seguidores.

No vino a formar una organización jerárquica de plebeyos y lacayos, gobernados por una cúspide de iluminados, como algunos parecen no entender.



No conformó una sociedad secreta guiada por oscuros propósitos de dominación mundial, no pretendía nada que se le pareciera.

No buscó a líderes para gobernar a otros, ni para ser guardianes de las conciencias ajenas, ni inquisidores de la conducta humana.

No tuvo donde recostar su cabeza y no se le conoció posesión más valiosa que su propia misión, a diferencia de quienes olvidaron su legado.

Se rodeó de prostitutas, enfermos, despreciados y murió entre dos ladrones, fiel a la misión que tenía. ¡Cuán lejos de algunos que se consideran sus seguidores!

No vino a encerrarse entre cuatro paredes para auto alabarse ni autoproclamarse justo, sino que caminó en las callejuelas polvorientas y los caminos de los despreciados.

Su palabra no estuvo inundada de vocablos efectistas, historias almibaradas, ni quiso alabar la vanidad de nadie, habló claro, directo, sin ambigüedades y eso provocó el desprecio de los expertos en oratoria de su tiempo y los políticos de la religión.

No visitó a los políticos, ni religiosos, ni comerciantes, fue a la casa de los despreciados, de los arrepentidos, al hogar de quienes habían perdido toda esperanza.

Vivió con su conciencia en paz, fiel a sí mismo, coherente con la misión que tenía, comprometido con la verdad sin temer al político de turno ni al religioso que tenía poder.

Nunca forzó la conciencia de nadie, ni apabulló la opinión de otros, ni fue indiferente a la libertad de opinión. Simplemente respetó a todos, incluso a sus enemigos.


No realizó cruzadas para ridiculizar ni maltratar a quienes se le oponían, simplemente dijo: “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”.

No buscó honores de este mundo, ni siquiera quiso impresionar de manera alguna, sólo mostró sencillez y un sentido de coherencia que nunca ha tenido parangón.

No habló con orgullo, arrogancia, pedantería ni fue altanero de ningún modo, supo desde siempre que la verdad no se dice a gritos ni con gruñidos, sólo con el susurro de la autoridad que tiene el saberse con certeza.
No buscó venganza en ninguno de sus actos, sólo fue honesto, amable, y cortés, aún con sus enemigos.

No nació en cuna de oro, sino en una cueva rodeado de animales, pero lo hizo en paz, tranquilo, sin deberle nada a nadie.

El primer sonido que escuchó fue el de las aves y los animales, pero allí en el silencio del pesebre mostró más dignidad que toda la pompa de los religiosos de todos los tiempos.

Nació y la historia se dividió en dos partes. Nunca la historia humana volvió a ser igual. Él cambió todo. Transformó el devenir en esperanza.
No nació un 25 de diciembre, pero nació y eso es más importante que cualquier fecha. Su presencia marcó la vida de todos los que quieren entender que su existencia es lo más extraordinario en la historia humana.

Su nombre ha sido pronunciado por los maltratados, los torturados, los violentados, los perseguidos, los pobres, los despreciados, los errantes de este mundo, los que han caído bajo el fuego del mal, ninguno ha temido decir Jesús, porque sólo él encarna la esperanza.

Vino a dar esperanza y a otorgársela a quienes creen en su nombre. Vino a mostrar el camino y a dejar estelas de luz que iluminan el paso de los cansados de este mundo. Vino a ser la luz al final del túnel.

No vino a condenar, sino a redimir. No buscó maltratar sino salvar. No quiso acusar sino abrazar a quienes quisieran aceptarlo.

No construyó catedrales a la vanidad ni jerarquías para la arrogancia, buscó sólo personas que creyeran en su misión.

No ofreció presentes para halagar a los poderosos de este mundo, entregó su vida y vertió su sangre, nadie puede igualar dicho gesto.

En la navidad celebramos su presencia, su sencillez, su sacrificio, su amor, su esperanza, su alimento, su redención… En navidad recordamos que él simplemente es el que da sentido a todo.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.



jueves, 23 de diciembre de 2010

La navidad y el ombligo

Siempre he tenido sentimientos encontrados con la fiesta de navidad. Por un lado, me encanta, porque es el momento cuando nos juntamos con personas que amamos. Sin embargo, también me estresa, puesto que hay que pensar en regalos y saludos, y esa combinación de “regalar” y “saludar” me resulta agobiante a veces.

Es un momento de reencuentro familiar, de reconciliación, de amistad, de amor, pero a la vez es el momento del año cuando a nivel mundial se producen la mayor cantidad de suicidios, tal vez por eso mismo, por falta de reencuentro, reconciliación, amistad y amor.

Me encanta hacer regalos, especialmente porque puedo ver el rostro feliz de quienes lo reciben, no creo que regalar sea la única forma de expresar amor, pero es un buen gesto. Sin embargo, me enoja tener que salir a comprar en esta fecha, la gente anda como idiotizada, de mal genio, muchos actúan con brusquedad, se arremolinan en las tiendas buscando un no sé qué y veo muchos rostros frustrados, tal vez porque quisieran tener el dinero para hacer otro regalo o porque no quisieran regalar, no sé. En estas fechas siempre me digo: “La próxima vez voy a comprar los regalos en el transcurso del año para evitarme estas aglomeraciones absurdas”, pero, llega la vorágine de las obligaciones y termino, como siempre, olvidándome y andando de una tienda a otra sin claridad de qué debería regalar.

Cuando llega esta fecha me acuerdo de los buenos momentos, de aquellos que he vivido al lado de mis amados, de las tradiciones que hemos formado como familia: Armar el arbolito de navidad el 1 de diciembre, hacer un regalo sorpresa para alguien que no está en casa, establecer un precio máximo y mínimo para hacer un regalo de tal modo que nadie se sienta discriminado en la familia, ayudar con la cena de navidad, invitar a casa a alguien solitario, dedicar un momento a reflexionar en el significado de esta fecha. Pero a la vez, me siento en deuda con aquellos con los cuales no he hablado durante el año, triste por los que durante en el transcurso de ese año lastimé, melancólico por los amigos que quedaron en el camino, silente ante los que partieron y ya no estarán más. Sin duda, es el momento de los contrastes.


Definitivamente para mi es un momento de reflexión. Me gusta leer historias de navidad donde aflora lo mejor del ser humano, concentrarme en grandes ideas, repasar el verdadero significado de esta fecha, pensar en Jesús y lo que ha implicado su vida para mi vida, los grandes momentos que he vivido como religioso, la forma en que la vida me ha llevado de un lado a otro y cómo la providencia ha actuado conmigo. Sin embargo, por el rol que cumplo como docente y teólogo, tengo que enfrentarme todos los años al mismo tipo de gente dogmática e insolentemente ignorante, totalitarios, tozudos, porfiados, con sus discusiones eternas y bizantinas, las mismas palabras con el mismo sabor a dogma: “Que en esta fecha no nació Cristo”, “que es una fiesta de origen pagano”, “que no hay que poner arbolito de navidad”, y me canso, me aburre, me enferma, me entristece. Me hastía tener que tratar con personas que perdieron el rumbo, que no entienden que aunque Jesús no nació en esta fecha, lo importante es que nació. Que aunque el origen de la fiesta no es claro, lo importante es que se celebre. ¿Qué si el árbol de navidad no es bíblico? ¿Y qué? ¿No podemos darle un sentido diferente y dejarnos de discusiones absurdas?

La navidad es una oportunidad para mirar hacia adelante, para los grandes pactos, las reconciliaciones que nos auguran un momento nuevo, la vida que se nos aparece en el horizonte como una oportunidad siempre esperanzadora, el avance inexorable de la existencia que nos lleva siempre por nuevos rumbos. Pero también es el momento en que pensamos en el pasado, cuando no podemos dejar de sentir melancolía por lo que dejamos, por lo que perdimos, por lo que no encontramos, por todo aquello que de un modo u otro ha dejado marcas en nuestros sueños, heridas en nuestras ilusiones y estelas en nuestras melancolías.

Es imposible vivir la navidad sin ese dejo de contradicciones que se nos viene encima como una avalancha. No es posible vivir esta fecha sin mirarse el ombligo y a la vez, sin dejar de pensar que la fecha trasciende nuestras preocupaciones.

Es momento de celebración.

Es época de alegría.

Mejor quedémonos con eso: Jesús nació, y olvídense de mi ombligo.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Jesús preparó el desayuno

Pedro fue un cobarde, como tú y yo probablemente lo seríamos en circunstancias parecidas. No sólo negó que era discípulo de Jesús y que lo conocía, también comenzó a decir palabrotas de grueso calibre con tal de convencer a su audiencia. Fue una forma poco sabia de actuar. Tenía tanto miedo de ser apresado con Cristo que utilizó la forma soez de hablar, que seguramente había aprendido junto al mar, mientras peleaba con otros pescadores. Era un hombre rudo, acostumbrado a defender lo suyo. Sin embargo, en esta ocasión pudo más la presión del grupo.

¿Te suena conocido? ¿Has estado en una situación donde el grupo pudo más que tu conciencia? ¿Tus compañeros de trabajo, de estudio o tu familia te presionaron tanto que terminaste negando tu fe? Pues Pedro no es el único traidor, de su misma estirpe somos todos, unos de una manera y otros de otra forma, terminamos finalmente negando que hayamos estado con Cristo y que le hemos conocido.

Estaba en lo mejor diciendo las palabras más soeces que pudiera recordar cuando de pronto escuchó cantar el gallo y en ese momento recordó las palabras de Jesús:

―Esta misma noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces.

Cuando se acordó observó el rostro de Jesús que por un instante lo vio y salió de aquel lugar y se fue a las afueras de la ciudad y lloró amargamente. Lloró como alguien que ha sido derrotado. Lloró por su orgullo herido. Lloró porque una vez más Jesús tenía razón. Lloró por su cobardía. Sintió de pronto un peso sobre sí tan grande que parecía que el aire se le iba y con sus sollozos y lamentos no podía respirar. Sentía vergüenza, sabía que su gesto sería recordado para siempre. Que vez tras vez la gente se referiría a su forma tan ruin de actuar.

Se sumergió en la noche oscura de su amargura. En el silencio triste y melancólico de quienes saben que han fracasado. Sobre sus hombros caídos sentía un peso como nunca antes había experimentado. Estaba solo. Entre la negra bruma de la oscuridad sólo se sentían sus sollozos amargos. La tristeza anegaba su mente. Esa noche no pudo dormir.

Antes había prometido de manera solemne:

―Señor, no sólo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel sino también morir junto contigo.

Cada vez que se acuerda de esas palabras siente vergüenza. Sólo pensar en el ridículo que ha hecho lo llena de un sentimiento de tristeza enorme. Pero, no sólo lo negó una vez, sino tres veces y utilizando el vocabulario más degradante que se le pudiera ocurrir para hacer convincentes sus palabras. En tan sólo un momento ha tirado por tierra tres años de estar con Jesucristo.

Cada vez que escucho a alguien decir: “A mi no me va a pasar”, “yo soy fuerte”, “he aprendido la lección”, “he madurado”, etc. y otras tonterías por el estilo, pienso en Pedro, y en lo seguro de sí mismo que se sentía. Mientras más seguro, más frágil. Mientras más orgulloso, más débil. La lección de Pedro deberíamos recordarla todos los días, pero somos duros, porfiados, envalentonados en nuestros legalismos aprendidos, que no entendemos cuán débiles somos a la negación de Cristo.

El domingo en la mañana está junto a los demás en el aposento alto, lamentándose, con miedo, escondido, confundido, triste. Escucha que las mujeres cuentan que Jesús ha resucitado, como buen machista de su tiempo, no les cree, porque su estereotipo le dice que las mujeres no son confiables, así que se va corriendo a la tumba para constatar por sí mismo. Supo que Jesús había resucitado y sintió alegría, pero también un gran pesar.

Luego, ese mismo día Jesús se apareció a todos en el aposento alto, y Pedro no dijo nada, sólo se mantuvo en un rincón, en silencio, sin acercarse a Cristo. Avergonzado, temeroso, con culpa, como se siente todo aquel que ha fallado, que sabe que no ha dado la nota que corresponde, que ha fracasado. Jesús tampoco le dijo nada.

Jesús cita a sus discípulos en la montaña. Se demoran varios días en llegar allí, de hecho Cristo se reúne con ellos allí una semana después. Pero, ¿qué hace Pedro en el intertanto? En vez de irse a la montaña y prepararse junto con los demás, simplemente se va al lago a pescar. ¡Si! ¡Eso mismo! ¡A pescar! ¿Quién quiere comer pescado en ese momento? ¿Qué le pasa por la mente a Pedro?

Pues, lo más probable es que la vergüenza lo haga pensar que ya no tiene lugar entre los discípulos. Eso ocurre siempre con el fracaso, cuando alguien se siente derrotado, entonces, se automargina, la mayoría de las veces lo hacen porque saben que sus “hermanos” lo aislarán, lo dejarán a un lado, no lo perdonarán y simplemente le enrostrarán su derrota. Para que eso no ocurra, la mayoría de las personas opta por alejarse, lo hace como un mecanismo de defensa, para sobrevivir a las habladurías de sus “hermanos”. Es extraño, pero la dureza de los hermanos suele ser peor que la de los enemigos, los que profesan una fe suelen tener una memoria del pecado ajeno que suele ser escandalosamente extraordinario. Se recuerdan los momentos, las acciones, las palabras, los pormenores, etc., no es extraño que los que sienten culpa se alejen, sus hermanos lo harán al fin de cuenta, así que se va.

Así que allí tenemos a Pedro, saliendo al mar, en su viejo bote, lleno de culpa, de vergüenza, de temor, de tristeza. El que hace unos días atrás estaba cantando junto a la gente en la entrada triunfal, el que se sentía seguro al lado del Maestro, el que soñaba con un lugar en el reino, ahora está solo, tirando las redes y tristemente solitario. ¿Qué triste es equivocarse? ¿Qué dolor da el quedar solo precisamente en el momento en que más se necesita la compañía amorosa de otros? Pero así somos, crueles con los errores de otros y mendigos de comprensión cuando los que nos equivocamos somos nosotros. Aunque lo acompañan sus otros compañeros, va en silencio, sin confesar su falta. No quiere que los otros sepan su error. Los conoce, prefiere mantenerse callado, porque les teme, sabe cuán crueles pueden ser, él también ha sido uno de ellos…

Pasan toda la noche pescando, pero por más que tiran las redes, no logran pescar nada. A la mañana, cuando ya no es hora de pescar, cuando los peces se alejan y la luz aparece en el horizonte escuchan a alguien a la orilla que les pregunta:

―¿Tienen algo de comer?

Ellos responden que no, así que el extraño, que no reconocen, les dice que tiren la red al otro lado de la barca. Así lo hacen, ¿qué tienen que perder? Pero esta vez, son cientos los peces que quedan atrapados, tantos que no pueden sacarlos.

De pronto Pedro siente que su corazón da un vuelco y le dice a Juan:

―¡Es el Señor!

Y sin darle tiempo a Juan de reaccionar se pone algo y salta al agua y nada. Como siempre, precipitado, actúa sin pensar, al llegar a la orilla ve con claridad a Jesús que mostrándole una fogata donde hay peces y pan preparándose, les dice:

―Traigan algún otro pescado para poner en el fuego.

Pedro obedece, va al bote y ayuda a arrastrar la red.

Luego Jesús les dice:

―Vengan a desayunar.

Jesús preparó el desayuno

Sin duda, Jesús preparó el desayuno. Una lección para los machistas que no entran a la cocina. Una lección para los que no perdonan.

Jesús no dijo nada. No le dijo a Pedro: “Te acuerdas que te lo advertí”. No le dio un sermón particular. No lo avergonzó. Hasta ese momento nadie sabe lo que Pedro ha hecho, todos estaban lejos. Es algo que sólo Pedro conoce.

Pero Jesús, no pretende dar una lección que sirva de escarmiento. No es como alguno de sus seguidores de hoy que buscan dar ejemplos aleccionadores, Jesús mantiene silencio y prepara el desayuno.

Lo hace con cariño, con bondad, entendiendo que lo que Pedro necesita es restauración y no reproche. Sabe que un buen bocado alrededor de una fogata después de una noche de frustración es medicina para el cuerpo y para la mente.

Pero Jesús no sólo los invitó a desayunar, también les sirvió, les dio el pan. Todos están avergonzados. No tanto como Pedro, pero saben que han sido unos cobardes que han huido. Cada uno recibe pan y pescado de las manos del mismo Jesús. ¡Qué hermosa lección! ¡Cuán diferente sería la actitud de los que se equivocan si en vez de reprocharlos o hundirlos, les sirviéramos el desayuno y los atendiéramos con bondad!

Sólo cuando han desayunado Jesús conversa con Pedro y le hace tres veces la misma pregunta, como una manera de darle la oportunidad de enmendarse. Tres veces lo negó, tres veces Jesús le da la oportunidad de reafirmar su compromiso con él. Así siempre es Cristo, no nos deja solos en el mar, con nuestra amargura y el dolor. Se acerca a la orilla, nos espera que lleguemos cansados, silenciosos, derrotados, tristes y nos dice:

―¡Vengan a desayunar!

¿No sería hermoso que hiciéramos lo mismo con aquellos que se han equivocado? Que nos acercáramos y les dijéramos:

―Te invito a almorzar, quiero cenar contigo…

Jesús da el primer paso. Es falso eso que dicen que Dios espera que el pecador vaya arrepentido a él, eso no es lo que hace Dios, él siempre nos busca, siempre nos da la oportunidad de enmendar, él se acerca y nos dice:

―¡Ven! ¡Te preparé comida! Quiero comer junto a ti.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Conciso, al punto y sin demagogia

¿Has oído alguna vez hablar de Edward Everett? Lo más probable es que de pasada, algún profesor, de esos medios extraños que les gusta mencionar datos oscuros que no recuerda nadie te lo mencionó, y finalmente, con el paso del tiempo (es decir, al segundo siguiente), lo olvidaste.

Déjame refrescarte la memoria (o traerlo a la memoria). En 1863, en EE.UU., era considerado el mejor orador de su época. Por esa razón, cuando fue inaugurado el Cementerio Nacional de los Soldados en la ciudad de Gettysburg (Pensilvania) el 19 de noviembre de ese año, él fue el invitado de honor. De hecho, sus palabras eran esperadas con más ansias que las del presidente Abraham Lincoln. La Guerra de la Secesión estaba llegando a su fin y se honraba en ese momento a todos los caídos en batalla.
El discurso de Everett tuvo 13.609 palabras y duró exactamente dos horas. Sin embargo, si alguien intenta encontrarlo o leerlo hoy, tendrá que hacer una gran expedición de investigación, de hecho, no lo he encontrado, ni siquiera en los mejores divulgadores de Internet.

El último en hablar fue el presidente, Abraham Lincoln dijo en parte de su discurso: “El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos”. Sin embargo, se equivocó rotundamente. Es uno de los discursos más recordados de la historia. Sus breves palabras resumen la guerra de la secesión en dos o tres minutos, en diez oraciones, y en menos de 300 palabras.

El discurso completo 

“Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales.

Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa.

Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon, hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

La lección 

Es notable observar a tantas personas que les gusta escucharse a sí mismos. Utilizan expresiones rebuscadas que sólo existen en los más recónditos rincones de diccionarios añejos y viejos.

Cuando pienso en algunos de los discursos (no me atrevo a llamarlos sermones) que he escuchado en el último tiempo siento que de un modo u otro no hemos captado la misión del Maestro de Galilea que tuvo una sencillez tan grande que aún un niño podía entender sus palabras, pero no por eso dejaban de tener profundidad, al grado de que se han escrito, literalmente, millones de palabras y páginas para comentar sus dichos.

Recuerdo haber estado en un funeral de un viejo pastor, a quien llegué a apreciar mucho por su bondad, aún me produce molestia la pedantería de los mensajes y la vanidad de quienes fueron para hablarse a sí mismo, puesto que a la viuda y a quienes estábamos allí, por lo menos a mi no, no nos dejaron mucho, no recuerdo sus palabras, pero si sus actitudes.

Desde que soy niño asisto a la iglesia, por lo tanto, no ha pasado semana de mi vida que no escuche a algún predicador, pero (debe ser la edad, el hastío, el cansancio, no sé) cada vez me molestan más:
  • Los demagogos (para eso bastan los discursos de algunos políticos y otros personajes de opereta bufonesca que abundan en el mundo político y lamentablemente, también entre religiosos).
  • Los que usan palabras almidonadas que no dicen nada (me recuerda a los charlatanes que solía escuchar cuando niño en la feria, esos que vendían pomadas que curaban todo).
  • Los ignorantes sabihondos (que se expresan como si tuvieran la última palabra, como si nadie debería osar contradecirles).
  • Los prepotentes y arrogantes (que con sus discursos religiosos dan a entender que tienen el monopolio de la verdad sagrada, como si hubieran tenido una entrevista personal con el mismo Dios, me gusta pensar que Jesús hablaba cara a cara con la divinidad y su sencillez era tal que algunos de los predicadores de hoy empalidecerían de vergüenza al considerar sus discursos muy suaves y sencillos).
  • Los diplomáticos (esos que navegan en botes con dos remos para quedar bien con el diablo y Dios, con sonrisas aprendidas, con poses estudiadas, los que hablan mucho sin decir nada, sin compromiso, sin atreverse a contradecir a nadie, siempre políticamente correctos).
  • Los comerciantes de ilusiones (al mejor estilo de los vendedores de chatarra, los que cambian oro por espejitos, a la usanza de los primeros estafadores que vinieron a nuestras tierras, los que no dudarían en vender a su madre si fuera necesario para sobrevivir).
  • etc. 
Hablar poco, pero decir mucho 

Lo que caracteriza al discurso de Lincoln es que no buscó palabra efectistas. No fue detrás de la expresión almidonada ni de la demagogia barata. Se concentró en lo importante, sin alabarse a sí mismo por su sagacidad o brillo, sólo habló con honestidad, sencillez y al mismo tiempo profundidad.

El llamado “sermón del monte” de Cristo, (lo pongo entre comillas, porque no fue un sermón a la usanza tradicional, sino palabras vertidas mientras caminaba entre la multitud), es una de las enseñanzas más estudiadas de todos los tiempos. Sin dramatismo, con profundidad y sencillez, con elocuencia sin demagogia, directo y al punto, sin rodeos diplomáticos que suenan a mentira encubierta, les habló a sus contemporáneos, hombres y mujeres, educados y analfabetos, jóvenes y adultos, captaron la trascendencia de sus palabras. No necesitó de palabras almidonadas, altisonantes, ampulosas ni rebuscadas. Les habló de tal forma que todos pudieron entender.

Un día se acercaron unos griegos a Felipe y le dijeron:
Queremos ver a Jesús (Jn. 12:21). 
Si de mí dependiera pondría esas palabras en cada púlpito y se las pasaría a cada predicador antes que se ponga a hablar a los que inocentemente van a escuchar sus palabras, y digo “inocentemente”, porque muchos no saben a qué se exponen cuando alguien habla a nombre de Dios. A veces, escuchar a algunos predicadores, es un acto suicida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Oración en acción

Hace algunos años leí la historia de una mujer joven, que quedó viuda de una manera imprevista. Cuando se pierde a un familiar en un accidente o por algo inesperado, el dolor suele ser más fuerte, porque no les da tiempo a las personas para prepararse anímicamente, para la situación. Distinto es cuando las personas se enfrentan a una enfermedad terminal o de largo tiempo, porque les da la oportunidad de conversar, dialogar con la persona que está sufriendo y en ese sentido, les ayuda a enfocarse y saldar heridas, pedir perdón y dejar las cosas a cuenta.

Llegó toda la avalancha de situaciones que ocurren cuando hay un funeral: Trámites, atención de parientes que vienen de lejos, hacer arreglos con la iglesia y el pastor, etc. Cosas que nunca debería hacer una persona que está sufriendo, pero, que normalmente no nos damos cuenta y dejamos que lo haga.

Ella vivió esos días como sonámbula. En realidad, en muchos sentidos, los borró de su mente.

Cuando ya habían pasado los meses, en algún momento, pensó en algo que no se había detenido, era tanto su dolor, que simplemente no se había dado cuenta. Se preguntó a sí misma:

―¿Quién hizo comida en esos días? ¿Quién atendió a mi hija? [Su hija en ese momento tenía cuatro años].

Llamó a su hermana para preguntarle, porque definitivamente lo había borrado de su mente. Su hermana simplemente le dijo:

―Pues, la hermana Isabel, la de tu iglesia. Ella vino y se hizo cargo.

Ella lo había olvidado por completo, eso es normal, porque el dolor emocional produce ese efecto. Ese mismo día visitó a la hermana Isabel que se alegró mucho de verla. Fue a darle las gracias y a pedirle perdón por no haber ido antes.

Mientras iba a visitarla, recordó lo que su hermana le había dicho:

―Estábamos todos tan concentrados en tu dolor, tan tristes por lo que había pasado, que todos estábamos como sonámbulos. Pero ese día llegó la hermana Isabel, llegó, como otras personas, la mayoría venía a decir palabras de consuelo y se iba, otros hacían largas oraciones por ti, que en realidad te agotaban más, pero ella llegó, y sin decir nada, tomó a mi sobrina y se la llevó al patio a jugar, luego la hizo dormir, la llevó a su habitación. Sin decir nada, se fue a la cocina y antes que nos diéramos cuenta preparó la mesa y nos invitó a comer. Todos fuimos obedientes, mi mamá, mi papá, tus suegros, incluso te llevó comida a ti. Luego, cuando me ofrecí a ayudarla, me dijo que fuera a estar contigo, y ella se hizo cargo. En la tarde llegó con comida preparada y así lo hizo por una semana, venía con alguna de sus hijas, ayudaba y se iba, siempre en silencio, siempre sin entrometerse, como un ángel silencioso que hace su trabajo y se marcha.

La oración no es sólo palabras

En momentos de dolor, la mayoría de los cristianos ora. Eso es loable, es necesario porque necesitamos el poder de Dios para que nos fortalezca en momentos de aflicción. Pero cuando la oración es sólo palabras, entonces, pierde su poder.

Orar es no sólo hablar con Dios, sino conversar con él mientras nos ponemos en acción, especialmente cuando es otra la persona que sufre.

Ir a la casa de un enfermo a ofrecer sólo palabras, no es consuelo. Ir al hogar de alguien que está viviendo la pérdida de un ser querido y no hacer nada, no sirve.

Jesús dijo:
"Al orar, no hablen sólo por hablar como hacen los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras” (Mt. 6:7). 
Creo que los “gentiles” aún no aprenden la lección. Se dedican a hablar, pero no hacen mucho.

Fe en acción 

Santiago, con la asertividad y franqueza que le caracteriza dice:
“Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen del alimento diario, y uno de ustedes les dice: ‘Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse’, pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Stgo. 2:14-17). 
Parafraseando a Santiago y pensando en la oración podríamos decir: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que ora, si no hace nada? ¿Acaso podrás salvarlo esa oración? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen de alimento diario, y uno de ustedes les dice: ‘Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse’, yo voy a orar por ustedes, pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la oración por sí sola, si no va acompañada de acción, está muerta”.

Algunos han caído en la oración contemplativa. Esa impersonal y a la distancia. Esa que dice frente a alguien que está sufriendo: “Voy a orar por ti”, y eso calma su conciencia, pero no hace nada. Eso no sirve, es simplemente un paliativo religioso que para lo único que sirve es para calmar conciencias que ya no tienen conciencia.

No digo que no hay que orar, pero hay que cambiar el enfoque. Orar con un enfermo durante dos horas, enferma más al enfermo. Orar con el enfermo, dos minutos para darle consuelo, y luego arremangarse y sanar sus heridas, o preparar su comida, o alentarlo cantándolo, o ayudarlo para que vaya al baño, o tomar sus ropas sucias y lavarlas, hace mucho más por el enfermo que la mera palabrería.

Muchas oraciones tienen este matiz: “Dios ayúdalo, yo estoy muy ocupado con otras cosas, así que me voy a mi casa a hacer lo que tengo que hacer, así que te lo encargo”… Estoy cargando un poco las tintas, pero ese es el sabor que me queda con la famosa frase: “Voy a orar por ti”. Mejor sería decir, oraré contigo y voy a hacer todo lo posible para ayudarte.

Fe en acción es lo que necesitamos. Oración de acción, no palabras, para palabras tenemos a los políticos, a los demagogos y a los religiosos que perdieron el rumbo.

Jesús dijo: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 9:13). En otras palabras, dejen de hacer acciones formales, cultos formales, palabras de circunstancia, palabrería y muestren misericordia, actúen, no hablen. Lo diría de otra forma: “Quiero acción, no sólo oraciones y palabras”.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Bajo el espectro del miedo

Hace unos días, mientras leía el libro Mayada: Hija de Irak (Barcelona: Mondadori, 2004), escrito por Jean Sasson y que da cuenta de los horrores del gobierno de Saddam Hussein en su país, recordé de pronto un incidente que había enterrado en la memoria y que no había aflorado por años.



Cuando era adolescente, sin dinero, sin padre, sin nada más que mis sueños a cuestas, solía viajar entre Iquique y el sur de Chile, donde estaba el colegio donde estudiaba, pidiendo a los choferes que me llevaran, haciendo “dedo”, como se decía en esa época. El viaje de poco más de 2500 km. solía durar entre tres y cinco días, dependiendo de cómo me fuera en la ruta. Cuando había camioneros que se apiadaban y optaban por llevarme, si tenía suerte, podía hacer el viaje de un solo envión, de otro modo, me tocaba hacer escalas y estar horas en la carretera. Solía irme a las gasolineras y esperar que un camión se estacionara y allí hablaba personalmente con los choferes, a menudo me iba bien y podía embarcarme con mi mochila a cuestas.

Venía viajando de regreso a mi ciudad de origen, Iquique. Sin embargo, el camión que tomé iba hasta Arica, eso significaba quedarse en un pueblo dibujado en pleno desierto llamado Pozo Almonte y esperar que otro vehículo me llevara el tramo que me faltaba. Así que me resigné a llegar hasta allí, por alguna razón el camión se retrasó en la ruta y cuando llegué a Pozo Almonte eran las dos de la mañana. Hacía frío, como suele ocurrir en el desierto. Todo estaba apagado. Ninguna casa tenía las luces prendidas. Ninguna gasolinera estaba abierta. Era la época de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet. Sabía que corría peligro, había toque de queda, si alguna patrulla militar me sorprendía en la calle a esa hora, probablemente podría pasar un mal rato. Así que se me ocurrió ir directamente a la policía. Había estado otras veces en el pueblo, así que me fui caminando las pocas cuadras que me quedaban y golpee a la puerta. Salió un policía un tanto somnoliento. Traía cara de pocos amigos y una pistola en la mano. Me gritó a una distancia de unos dos metros:

―¿Qué quieres a esta hora? ¡No sabes que hay toque de queda!

Le conté en pocas palabras la situación y le pedí que me permitiera entrar a la comisaría, para pasar el resto de la noche, así me evitaría problemas por andar en la calle.

El me miró de una manera socarrona y me dijo:

―Aquí sólo se entra detenido, si quieres te detengo, de otra manera no pasas.

Luego con una sarta de improperios me conminó a irme y me dijo al pasar:

―Sería interesante que la patrulla te detuviera, así aprenderías algo.

Luego se entró y me sentí totalmente desamparado. Comencé a caminar con cuidado. Tenía miedo de que aparecieran los militares. Nadie me abriría la puerta de ninguna casa, no podía quedarme en la carretera, no tenía dónde ir. Me interné unos cuatrocientos metros en el desierto. El frío calaba los huesos. Había escuchado de historias de gente que se había muerto en el desierto por el frío. Sin embargo, conocía un recurso de los mineros que alguna vez había escuchado. La arena del desierto, pese al frío, conserva calor del día, así que hice un hoyo con mis manos, la arena se sentía tibia, y luego me cubrí con ella lo más que pude. Usé la mochila como almohada, me puse un gorro de lana y me tapé hasta los ojos con mi chaqueta y me quedé inmóvil mirando el cielo estrellado. El cielo se veía hermoso, había un silencio sepulcral, no corría ninguna brisa, podía sentir el silencio profundo y la oscuridad total. Me quedé profundamente dormido, estaba cansado y con hambre, pero la arena me dio abrigo. Habré dormido unas tres o cuatro horas y de pronto desperté sobresaltado al escuchar ráfagas de ametralladora. Mi corazón dio un vuelco. Escruté en la penumbra y no observé nada. Ya estaba amaneciendo. A la distancia se veían las casas de Pozo Almonte. No me puse de pie porque tenía miedo, así que me dediqué a mirar cuando de pronto volví a sentir las ametralladoras y su traqueteo característico. 
Me quedé inmóvil por una hora, sin atreverme a pararme, mirando hacia el lugar desde donde habían venido los sonidos. Cuando al fin me dispuse a partir, me limpié el polvo que tenía en la ropa, y me acerqué al pueblo, me dirigí a un lugar que ya estaba abierto, compré pan y un café y me dispuse a caminar hasta la gasolinera para esperar a un camión para que me llevara a Iquique. En ese momento escuché a una mujer que preguntaba: 

―¿Qué pasó? ¿Mataron a alguien?

―Seguramente a alguno que andaba haciendo dedo. ¿Cómo se les ocurre arriesgarse así cuando andan los militares? ―dijo otra persona moviendo la cabeza con reprobación.

Los que escuchaban se quedaron en silencio. Nadie dijo nada. Nadie sabía nada además, sólo eran conjeturas, pero a esas alturas, todos sabían que podía ser cierto.

Se me apretó el estómago. No pude seguir comiendo. Cuando al fin un camión accedió a llevarme los poco más de 30 kilómetros que me faltaban iba con bronca, con un sentimiento de pavor, confundido y con la sensación de estar viviendo una vida prestada. Nadie a los 17 años debería sentir eso... nadie debería sentirse así a ninguna edad.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un momento de bendiciones

Antes de ayer estuve en un concierto de Jesús Adrián Romero. Es uno de mis cantantes cristianos preferidos. La canción “Mi universo” debe ser, seguramente, el canto cristiano más impactante escrito en los últimos años, cada vez que lo escucho me emociona.

El concierto se realizó en el Centro de Convenciones Polyforum de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, en Chiapas, México. Un hermoso lugar, moderno, amplio, limpio, de líneas contemporáneas y una arquitectura digna de una ciudad de primer mundo. El lugar con capacidad para 4000 personas fue un digno espacio para recibir a este pastor y cantante cristiano que logra reunir en un mismo recinto a personas de todas las corrientes teológicas cristianas.

Mientras esperábamos para entrar al recinto comencé a observar que había personas de distintas generaciones, niños, adolescentes, jóvenes, algunos jóvenes maduros (como yo, por ejemplo) y algunos ancianos (entre los que no me cuento yo, por supuesto). El lugar estaba completamente lleno, no cabía una persona más.
Disfruté cada minuto. Me emocioné hasta las lágrimas con algunas de sus meditaciones, especialmente, un momento especial cuando hizo una reflexión en relación a su canto “Mágicas Princesas”, dedicado a sus hijas, y luego hizo un pedido de perdón a nombre de los padres a todas las hijas maltratadas, abusadas, heridas y dañadas por sus padres, fue un momento muy emotivo, la mayoría de los que allí estábamos derramamos lágrimas.

Sé que algún conservador legalista romperá vestiduras al enterarse que fui a un concierto de este cantante, no suelo dar explicaciones de lo que hago y no vivo en función de la imagen. Lo que me interesa en este momento es reflexionar sobre lo que viví.

Un rincón para la unidad 

Pude ver a miles de cristianos que asisten a diversas congregaciones cantando alabanzas a Dios, escuchando la Palabra de Dios, siendo exhortados a aceptar a Cristo como su salvador (en algún momento hizo un llamado a los no cristianos presentes). Durante un momento nos unió la esperanza. Fuimos llevados al trono de la gracia por el entusiasmo de sabernos perdonados por un Dios de amor que en Cristo nos ha redimido. El perdón nos unió.

Cuando salí del recinto, me encontré con algunos adventistas y personas de otras congregaciones. Observé algunos de los vehículos en el largo rato que estuve en el estacionamiento intentando salir con mi automóvil, en la larga fila vi que muchos automóviles tenían mensajes cristianos: Cristo viene; Dios es amor; Unidos por la gracia; Jesús: León y cordero; Hijos de la paz en guerra contra el pecado; etc.

Vi logos de distintas congregaciones. Personas que seguramente llegarán a sus iglesias y se gozarán contando sobre un momento de alegría especial, donde fuimos reunidos en torno a la alabanza.

Pensé por un momento que así será el cielo: Llegarán cristianos de todas las denominaciones; personas que serán bienvenidas por el Rey de Reyes, que probablemente no escucharon algunas lecciones bíblicas, o que no aceptaron algunas doctrinas que algunos suponen básicas, pero que sin embargo, estarán porque la condición para la salvación sigue siendo la misma: “Creer en Jesús” (Jn. 3:16).

El triunfalismo a veces nos hace perder perspectiva. Nos solemos olvidar que la salvación no depende de los seres humanos sino de Dios, y que su justicia es diferente a la nuestra. ¡Qué felicidad me da pensar que el que juzga es Dios y no nosotros! Los seres humanos somos parciales, triunfalistas, orgullosos en nuestra vanidad religiosa, excluyentes, discriminadores, juzgadores de hermanos de otra denominación, etc. Gracias Dios porque él es el juez, y gracias porque sé que su justicia es superior, infinitamente superior a nuestras mezquindades denominacionales.

Hermanos sobre todo 

En algún momento, mientras esperábamos junto a Mery, para que comenzara el concierto, comenzamos a conversar con las personas que estaban a nuestro lado. En algún momento nos preguntaron de dónde veníamos, les dijimos que éramos extranjeros, y mencionamos el lugar donde vivíamos. Resultó ser que ellos viven en un pueblo cercano a donde está la universidad en la que trabajamos.

Lo inusual vino luego y enseguida, sin conocernos, sin saber quiénes somos realmente, nos invitaron a su casa. Nos dieron su dirección, nos dijeron a quién preguntar por ellos, la esposa de quien nos hablaba es profesora, así que muy conocida en el lugar.

Me sentí abrumado y agradecido. En primer lugar, nunca antes nos habíamos visto, sin embargo, al estar en una reunión religiosa en seguida sintieron que éramos hermanos y nos trataron de esa forma. Lo mismo sucedió con un grupo de damas que nos saludaron, especialmente a Mery, como si nos conocieran de toda la vida, con una alegría contagiante.

¿Cuándo aprenderemos los cristianos a ser hermanos? ¿Cuándo dejaremos el discurso de los Corintios: Yo soy de Apolo, yo de Pablo, yo de Cristo? ¿Cuándo comenzaremos a entender que aceptar a Cristo nos hace hermanos, más allá de nuestras diferencias de apreciación teológica?

Cristo debería unir, no separar. Solía participar en un Círculo Pastoral, donde supuestamente los que escriben son sólo pastores, pero me salí, entre otras cosas, porque las descalificaciones, las ironías, los improperios, las ofensas eran el pan de cada día, palabras salidas de personas que supuestamente habían hecho el compromiso de predicar de amor, tolerancia, integración, redención, perdón, etc. Fui más bendecido en una reunión con hermanos de otras congregaciones que todos los meses que estuve en el llamado “círculo pastoral”.

Una vida guiada por prejuicios 

Es desconcertante entender que los cristianos estamos llamados a predicar del amor de Dios, pero entre nosotros solemos tratarnos de manera tal que damos un triste espectáculo al mundo y tratar a quienes no opinan como nosotros como si fueran enemigos de Dios.

No olvido una conversación que tuve en Australia con una compañera de universidad que era musulmana. Provenía de Pakistán, cuando le conté que era cristiano su primera reacción fue de susto. Cuando le pregunté por su reacción simplemente me dijo:

―Es que no había conversado con un cristiano, me dan miedo.

Yo me reí y le dije:

―Yo tampoco había hablado con un musulmán, también me dan miedo.

Ambos nos pusimos a reír. Nos dimos cuenta que los prejuicios separan, muestran una imagen distorsionada y no permiten conocer verdaderamente. Luego me contó que ellos, los musulmanes, piensan que nosotros los cristianos somos hijos del demonio, que matamos, destruimos, violentamos y luego exclamamos que es a nombre de Dios.

―Cristo no me gusta ―me dijo a manera de conclusión.

Mientras ella hablaba pensé lo mismo sobre ella, que tenía los mismos prejuicios y me dieron ganas de decirle: Mahoma tampoco me gusta.

Los prejuicios separan, nos muestran una realidad que destruye nuestra capacidad de examinar objetivamente .
Puedo estar en desacuerdo con la idea teológica de alguien, pero eso no me da derecho a descalificarlo, maltratarlo, excluirlo, discriminarlo, motejarlo, etc. Jesús dijo: “Tengo ovejas en otro redil” (Jn. 10:16)… y a veces, con nuestro triunfalismo pensamos que el “otro redil”, son los otros, los que no están con nosotros, y ¿qué tal si Jesús se refería a nosotros? ¿Qué si somos nosotros el otro redil del que Jesús hablaba?

No comparto algunas ideas teológicas de Jesús Adrían Romero, pero es mi hermano, porque igual que yo declaramos que Cristo es nuestro salvador. Su ministerio me ha ayudado a entender algunos aspectos de Cristo que a veces he pasado por alto, en momentos difíciles sus cantos me han ministrado. El himno “Mi universo” llegó a mi vida en un momento terrible, y fue un bálsamo, por eso lo canto cada vez que puedo, y me trae paz, me habla de un Dios de amor que quiere ser mi universo, que anhela que lo tenga en cuenta no sólo un día a la semana sino a cada momento. Es una bella oración cantada que me ha ministrado en más de algún momento. Les dejo la letra, tal vez, les pueda hacer tanto bien a sus vidas como lo ha hecho con la mía,  los invito a leer esta oración:

Mi universo 

Que seas mi universo
no quiero darte solo un rato de mi tiempo
no quiero separate un día solamente

Que seas mi universo
no quiero darte mis palabras como gotas
quiero un diluvio de alabanzas en mi boca

Que seas mi universo
Que seas todo lo que siento y lo que pienso
Que seas el primer aliento en la mañana
y la luz en mi ventana

Que seas mi universo
Que llenes cada uno de mis pensamientos
Que tu presencia y tu poder sean mi alimento
oh Jesús es mi deseo

Que seas mi universo
no quiero darte solo parte de mis años
te quiero dueño de mi tiempo y de mi espacio

Que seas mi universo
no quiero hacer mi voluntad quiero agradarte
y cada sueño que hay en mi quiero entregarte

//Que seas mi universo
Que seas todo lo que siento y lo que pienso
Que seas el primer aliento en la mañana
y la luz de mi ventana
Que seas mi universo
Que llenes cada uno de mis pensamientos
Que tu presencia y tu poder sean mi alimento
Oh Jesús es mi deseo...//

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

jueves, 28 de octubre de 2010

Un funeral extraño

Hace unos días tuve una oportunidad diferente, extraña pero, al igual que la vida, propia de la precariedad de la existencia. Acompañé a una pareja de amigos en el dolor de perder a su mascota, un bello Poddle blanco. Mientras observaba las lágrimas del niño pensé: ¿Cómo se le explica a un niño que su mascota ya no estará con él?

Estuve en el momento en que su padre le comunicó a su hijo que su mascota había muerto. Vi con tristeza como fluían las lágrimas de dolor y asomaban las primeras preguntas que se le vienen a un niño que durante su corta vida ha sido educado en las convicciones cristianas:



―Si me llego a morir, ¿podrían enterrarme junto a mi perrito?


―¿Por qué?

―Para poder resucitar junto a él cuando venga Jesús.

Cuando estábamos haciendo el hoyo para enterrar al animal nuevamente otra pregunta entre lágrimas:

―Podré buscar a mi perrito en el cielo, ¿estará allí verdad?

Luego se puso a llorar. Lo abracé mientras su padre y un primo hacían el hoyo donde se enterraría al animalito. En ese momento pensé en qué se le puede decir a un niño que ha perdido a un ser tan querido como una mascota.

Luego el niño dijo:

―Se me fue mi amigo, ¿ahora con quién voy a jugar?

Parece un infantilismo, pero en ese momento para el niño la mascota lo es todo y no aparece nada más en el horizonte, tratar de explicarle que vendrán otros amigos y que es sólo una mascota, en ese instante es tiempo perdido, nada más cabe en su cabeza que el dolor que siente.

Luego de haber enterrado al animalito, el niño me pidió que orara, así que hice una oración mientras sentía sus gemidos y el sollozar silencioso del padre que intentaba disimular su pena con carraspeos que no podían ocultar el dolor que sentía.

Es probable que algún legalista de los que abundan considerarán impropio una oración y un funeral para un animal, pero, ¿no es acaso la oración un puente de consuelo para los que tienen alguna pérdida? ¿Cuántas veces intentamos acallar el dolor de otros e incluso el nuestro con teorías teológicas carentes de sentido común? ¿No es lícito acaso llevar algo de consuelo a una persona aunque haya perdido a un amigo de cuatro patas y con cola?

La religión no tiene todas las respuestas. Suponerlo es infantil. Intentar explicar todo no sólo es una osadía de magnitud nefasta, sino además, una presunción que lleva pronto a la vanagloria y la vanidad.

No tengo respuesta para un niño que pregunta por su mascota, pero si sé que el Dios que amo no se molesta con nuestras indagaciones, aunque parezcan heréticas e incluso, abiertamente blasfemas. Dios es mucho más inteligente que nuestras preguntas que parecen sin sentido.

Incluso más, en algún momento el niño me dijo enfadado:

―¿Por qué Dios hizo esto?

Intenté explicarle que Dios no tiene nada que ver con la muerte, ni de personas ni de animales, pero, ¿cómo le digo a un niño eso para que lo pueda entender? ¿Cómo le explico algo que tiene tantas connotaciones emocionales que es difícil poder captarlo en toda su dimensión?

Me quedé pensando que a Dios no le molestan nuestros enojos en contra de él. A veces hemos antropomorficado tanto a Dios que lo hemos hecho a la medida nuestra, como diría John Powell en uno de sus libros, “hemos hecho a Dios a nuestra imagen”, parafraseando puede ser que hemos dejado de ser la imagen de Dios para convertirnos en la arrogancia encarnada en nuestras ideas y hecho a Dios a la medida de nuestros conceptos, finitos, limitados, arrogantes, presuntuosos. Dios no se enoja con nuestras preguntas fuera de lugar ni nuestros enojos por lo que no entendemos.

Los vi irse en la tarde. Me quedé mirando la tumba del animal que quedó bajo un árbol y pensé que me gustaría que alguien me tratara con ternura cuando tuviera un dolor, que no me arrojara a la cara esa frase que suena a látigo:

―¡Deja de llorar! ¡Eres cristiano!

Como si llorar estuviera vedado para quienes tienen fe, como si la expresión de emoción fuera un privilegio de los no creyentes.

Le dije al niño antes de irse:

―Llora, llora todo lo que quieras, enójate con Dios si eso te hace bien, pero no dejes de hablar con tus padres lo que sientes.

Nuevamente puedo sentir la mirada reprobadora de algún religioso aferrado a las formas que puede parecerle que mi consejo es inapropiado. Pero, sigo creyendo que la expresión de la emoción es sana y la represión enferma. Lo entendió David, cuando escribe algunos Salmos que a los oídos del legalismo deben sonar a blasfemia. Dios no impide la expresión de emoción, sólo creerlo es monstruoso y una desfiguración de la verdadera esencia de la religión. Dios está con nosotros en medio de la alegría y también el llanto, cuando estamos en paz y cuando apretamos los puños y los alzamos al cielo para preguntar: ¿Por qué?

Seguramente, sintió la misma simpatía que yo he sentido por eso niño que se despidió de su mascota, porque Dios siempre está con el dolor del que sufre, nunca nos abandona, ni aún cuando creemos que está tan lejos que no nos escucha.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

lunes, 25 de octubre de 2010

Toque a medianoche

Cuando la medianoche ya despuntaba se sintió el golpe profundo de unos nudillos en la puerta.

La ciudad ahogó el sonido y la casa no hizo ni siquiera un eco.

Los minutos pasaron con la lenta marcha de la oscuridad.

Nuevamente se oyó en la profundidad de la noche el golpe de una mano sobre la puerta de madera.

La ciudad emitió su lastimero susurro de medianoche y la casa apenas emitió un gemido.

El aire nocturno paseaba silencioso por las calles, ajeno al sonido de esas manos que golpeaban la puerta.

Un silencio aún más profundo que la noche dio paso nuevamente a esos golpes que por tercera vez ya sonaban como un plañidero canto.

La ciudad pareció despertar; sin embargo, su movimiento fue sólo aparente. Siguió en su modorra inconsciente.

En,la casa, esta vez hubo un ligero cambio. Una tenue luz rasgó la oscuridad tras la ventana del segundo piso.

A los pocos minutos sonaron las bisagras herrumbrosas de las ventanas y una voz preguntó soñolienta:

-¿Quién es? ¿Quién molesta a esta hora? -y la noche recibió en un mutismo la voz del visitante que contestó:

-Soy yo. Alguien a quien tú conoces.

-Acérquese más pues no veo su rostro -dijo el hombre de la ventana.

-A menos que abras la puerta no podrás verme -contestó el visitante.

El hombre de la ventana alargó su brazo con la lámpara, pero, por más que oteó hacia abajo, sólo pudo percibir la borrosa figura de un hombre más bien alto.

Reaccionó con malestar y gritó:

-¡Bueno! ¡Diga de una vez lo que quiere!, deseo seguir durmiendo.

El visitante exclamó:

- Vengo a revisar tu puerta ... le estás dando mal uso.

Y el hombre de la ventana exasperado le espetó:

-Y usted, ¿qué se mete?, es mi puerta y punto.

-Te equivocas amigo -replicó el forastero-. Con esta puerta es distinto, todo lo que hagas o dejes de hacer con ella me incumbe.

De pronto una tercera voz irrumpió gritando molesta:

-¡Ya pues! ¡Vayan a acostarse! ¡Queremos dormir! -y una silbatina proveniente de otras casas apoyó al que reclamaba.

El hombre de la ventana, sacó medio cuerpo hacia afuera y dijo casi en susurro:

-Oiga amigo, ¿por qué mejor no viene de día? Así... nadie se enoja.

-Lo siento -respondió el visitante- he venido a todas horas y siempre tienes algo que hacer; esta es tu última oportunidad.

-¡Que más! Si quiere, no venga; pero a mí me da lo mismo. ¡Buenas noches! -gritó el hombre. Y cerró bruscamente su ventana.

El visitante lentamente se tornaba para partir, cuando la ventana se volvió a abrir y el hombre gritó:

-¡Hey amigo!, al menos por curiosidad, ¿cómo se llama?

-Jesús de Nazaret; soy el carpintero que hizo tu puerta.

La ventana se volvió a cerrar y el visitante prosiguió su camino dispuesto a golpear otra puerta.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Antes que sea demasiado tarde

Recuerdo perfectamente que era un día de agosto cuando Erwin se acercó y me invitó a caminar. Me sorprendió, pero aunque no éramos amigos tampoco éramos desconocidos. 

Nuestras relaciones interpersonales se mantenían en un clima de simpatía y cordialidad, pero no nos habíamos dado el trabajo de conversar. 

Caminamos, y pronto comenzó a hablar. Me di cuenta de que escogía cuidadosamente las palabras. Me dijo algo que en ese instante fue muy importante para mí y que permanece en mi memoria como una de mis buenas experiencias. 

Me contó cómo se había formado una mala imagen de mí, luego de haber aceptado lo que otra persona había comentado. (En ese momento yo era ayudante del preceptor del internado; un trabajo que no suele ser muy popular, aunque al cabo del tiempo trae ricas satisfacciones). Finalmente, Erwin había decidido decirme algo que nos ayudara a mejorar nuestra relación: 

―Miguel, no somos amigos ―comenzó―, pero desde hace un tiempo te he observado y he llegado a la conclusión de que eres una buena persona. No eres perfecto, pero yo tampoco lo soy. Sin embargo tienes buenas cualidades que creo que son dignas de imitar. 

Al principio, lo tomé como una broma. Luego, me di cuenta de que hablaba en serio. 

Continuó diciéndome lo que a su juicio consideraba como buenas cualidades en mí. En algún momento quise detenerlo, aunque admito que me sentía halagado. 

Tal vez él ni siquiera lo haya sospechado, pero sus palabras sirvieron de estímulo a mi vida en ese instante. Sus elogios me mantuvieron motivado durante mucho tiempo. 

Cuando intento racionalizar este incidente, el “místico” en mí me dice que no debo aceptar elogios y que no debo sentirme bien por ello. No obstante, a medida que leo, estudio, indago y comparto mis impresiones con más personas, cada vez compruebo la importancia de hacer sentir bien a los demás, con palabras y con hechos. Una forma útil es decir lo positivo que pensamos de ellos. 

A veces solemos pecar de franqueza, confundiendo la falta de tino con la honestidad. Expresamos todo lo que tenemos dentro hacia una persona, generalmente cuando estamos enfadados con ella. Por eso, no es raro que en ese instante digamos cosas que no diríamos en otra oportunidad… 

Las críticas y la consideración de los aspectos negativos de alguien suelen ser actitudes recurrentes del ser humano y que algunas personas han cultivado hasta el cansancio. No obstante, cultivar el hábito de admirar lo positivo que otro tiene es una costumbre relativamente escasa, pero suele ser un ejercicio de retroalimentación que deja ganancias tanto a quien emite el elogio como a quien lo recibe. 

En este punto es necesario decir que existe una diferencia muy sutil entre el elogio honesto y desinteresado, y la adulación. No sé mediante qué mecanismo mental se transmite, pero cuando recibimos una adulación no podemos dejar de sentirnos incómodos. Por el contrario el elogio sincero provoca alegría y una sensación grata. 

Sólo el amor despierta amor. Sólo el elogio sincero despierta en otros, como efecto natural, una actitud elogiosa hacia nosotros. Aún más, sólo los pensamientos positivos hacen que otros nos devuelvan, a su vez, un cúmulo de pensamientos positivos, que se proyectarán en nosotros con naturalidad. 

Norman Vicent Peale escribió: 
El cristianismo enseña que hay un único rasgo fundamental para que la gente lo quiera a uno, es el amor y el interés directo y sincero hacia los demás.[1]
¡Cuánta razón tenía! 

―Me gusta como hablas ―le dije a un amigo cierto día― tu voz es agradable. 

Su rostro se iluminó, sonrió, y comenzó a contarme su gran sueño: Convertirse en locutor. También me dijo que nunca antes se lo había contado a alguien. Me sentí muy bien. Conocí mejor a otra persona. El experimentó buenas sensaciones. Como corolario, se creó entre nosotros un nexo de amistad más profunda. Para amar hay que conocer y para conocer hay que comunicar. 

La mejor secretaria que he tratado no fue precisamente secretaria sino una profesora de francés. Su mejor cualidad: sonreír y decir cosas positivas. A menudo he sostenido que su presencia cambiaba los ambientes en donde trabajaba. Lo positivo es contagioso. La alegría sana se expande rápidamente. 

Creo en la necesidad de aprender a elogiar, a decir con honestidad a otros lo que pensamos de ellos. 
Practicad el hábito de hablar bien de los demás. Pensad en las buenas cualidades de aquellos a quienes tratáis, fijaos lo menos posible en sus faltas y errores.[2] 
El momento es ahora. Nunca sabremos exactamente el efecto de nuestras palabras sobre la vida de otra persona. Nunca comprenderemos totalmente el significado que puede tener en ella un sencillo: “¡Bien! Me gusta lo que haces; creo que es muy bueno, ¡adelante!, estoy contigo”. 

Todos necesitamos en algún momento el reconocimiento, el aliento y la palabra afectuosa de otra persona. 

Los profesionales del deporte lo han entendido así desde hace mucho tiempo. Es por eso que se gastan enormes cantidades de dinero en implementar grupos de apoyo ―las llamadas “barras”―, cuyos gritos y vivas hacen más por el deportista que, muchos de los consejos recibidos de los directores técnicos. 

Conocí a un hombre en el norte de Chile que cultivaba mangos. Tenía fama de ser uno de los proveedores de la mejor fruta de la región. Un día le preguntaron cuál era su secreto y dijo algo que en ese instante pareció ridículo: 

―Le hablo con cariño a las plantas y limpio con cuidado sus hojas, como si fueran seres humanos. 

He leído más de un estudio que muestra evidencias para sostener que las plantas crecen mejor en un ambiente donde se les habla favorablemente y se les prodiga cariño. 

Sin intentar cuestionar o avalar dichos resultados, sólo me pregunto: Si así ocurre con las plantas, ¡cuánto más con los seres humanos! 
Demasiadas veces olvidamos que nuestros compañeros de trabajo [la familia, los amigos, incluso desconocidos], necesitan fuerza y estimulo, no dejemos de reiterarles el interés y la simpatía que por ellos sentimos.[3] 
Una de las tantas razones por las que me desagradan los funerales es porque son ocasiones en las que se escuchan melosos panegíricos y alabanzas extraordinarias. Me molestan porque precisamente el homenajeado está muerto y ya no está para escuchar los elogios y palabras de gratitud. ¿Se han dado cuenta que no hay muertos malos? Todos son extraordinarios, si algunos de ellos hubieran escuchado las palabras que se dicen de ellos en los funerales, tal vez, distinta habría sido su vida. 

No esperemos a que nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares, conocidos o nuestros semejantes hayan fallecido para decirles cuánto apreciamos su compañía. 

Simplemente, digámoslo antes que sea demasiado tarde. 

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

[1] Norman Vincent Peale, El poder del pensamiento tenaz (Barcelona: Grijalbo, 1980), 249.
[2] Elena de White, Ministerio de curación (Buenos Aires: ACES, 1977), 392.
[3] Ibid., 393.

lunes, 18 de octubre de 2010

Señor… ¡Sálvame!... ¡de mis hermanos!

Hace algunas semanas me vi en medio de una polémica que no busqué ni quise. Me comenzaron a llegar cartas de algunos pastores que están en un foro de ministros, al cual alguna vez pertenecí. Varios me escribieron preocupados porque alguien hizo algunas acusaciones en mi contra (no menciono el nombre para no generar más polémica, no viene al caso, sólo quiero reflexionar).

La persona que se refería a mi lo hacía en términos tan ácidos y descalificadores que al comienzo pensé que era algo que habría escrito algún enemigo del evangelio, sin embargo, mi sorpresa fue tal al comprobar que esa persona es un pastor, una persona que por su investidura se supone que debe tener el más alto estándar ético. Su carta plagada de descalificaciones, mentiras, imprecisiones y medias verdades, que es a fin de cuenta otra forma de engaño, se refería a mi persona incluso en términos vulgares.
Mi primera reacción fue de enojo, pero luego pensé: ¿Qué he hecho?

La razón de las varias cartas que dicha persona envió a ese círculo eran simplemente una reacción a una opinión diferente respecto a una de las respuestas que he dado en otro blog dedicado a contestar inquietudes que suelen hacerme, y que desde hace tiempo, por exceso de trabajo no he podido continuar. Mis preguntas abiertas y sin dobles intenciones son:
¿Cómo pretendemos hablar del amor de Dios si no vivimos dicho amor entre nosotros? 
¿Cómo podemos los cristianos aparecer como modelos éticos si no seguimos las bases éticas que Jesús enseñó? 
Dicha persona que me ha descalificado y que seguramente, fiel a su estilo, seguirá denigrándome donde pueda, nunca ha hablado conmigo personalmente ni me ha escrito para corroborar algunas informaciones que se dedicó a proliferar sin confirmar si eran o no verdad.
¿Cómo podemos predicar “la verdad” si no somos fieles a la verdad y nos dedicamos a transmitir mentiras y engaños sobre otros? 
¿Qué ejemplo le damos a otros del amor de Dios si tratamos a nuestros hermanos peor que a nuestros enemigos? 
He sido cristiano desde la niñez y créanme que con los años mis peores heridas han venido de otros cristianos. Las palabras más mordaces e hirientes las he escuchado de labios de personas que luego estaban en la iglesia con “cara de santos” cantando sin culpabilidad: “Amémonos hermanos de corazón”.

¡Qué espectáculo damos al mundo!

¡Qué terrible espectáculo damos a quienes supuestamente debemos llevarle la palabra de Dios! De un Dios que no miente ni engaña de ninguna manera.

George Knight, un escritor a quien suelo leer continuamente, dice en uno de sus libros:
“A menudo era capaz de predicar un sermón titulado "Por qué no me gustan los adventistas" y lo cierto es que no me gustan, pero acabé dejando de presentarlo porque sonaba un tanto negativo. Naturalmente, no tenía objeciones si eran cristianos aparte de ser adventistas. Pero si solo eran adventistas, ¡Dios nos ampare! He aquí la causa: Una vez conocí a un adventista del séptimo día que era peor que un diablo. En realidad, en una ocasión conocí incluso a un vegetariano estricto que era tan despiadado como el diablo. Para que tenga algún valor, nuestro adventismo debe estar inmerso en el cristianismo. Sin esa inmersión, no es mejor que cualquier otro "ismo" para gente crédula”.* 
Y esta última parte que me interesa para reflexionar. Si nuestra ética y conducta diaria no es diferente de la de un no cristiano, entonces, ¿qué hacemos predicando sobre Jesucristo? No basta ser parte de una congregación, ni siquiera como en el caso de este pastor (dudo al llamarlo así) llevar las credenciales ministeriales, es preciso que en nuestra vida diaria tengamos un sentido ético que nos permita tratar a los demás diferente a como lo haría alguien que no conoce a Dios.

Friedrich Nietzsche escribió alguna vez:
“El mejor argumento contra el cristianismo son los cristianos”. 
Lamentablemente, tengo que reconocer que tiene razón, si alguien leyera lo que de mi ha escrito este varón que se hace llamar pastor, probablemente coincidiría conmigo.

¿Qué es ser cristiano? 

Una posibilidad es que el cristiano represente a una persona que defiende una doctrina a como dé lugar y con los métodos que sean. Eso ya lo hemos vivido en el cristianismo y la inquisición con su gama de atrocidades es la muestra más patente de dicho espíritu.
Hace algunas semanas atrás un clérigo norteamericano abogaba para quemar ejemplares del Corán, otra manera de vivir el espíritu intolerante. Vi sorprendido en CNN a un grupo de cristianos de otra congregación haciendo muestras de intolerancia en funerales de soldados norteamericanos, sin ninguna consideración por el dolor de los deudos. No dudo que la persona que en estos días me ha atacado tan fieramente que si viviéramos en el siglo XVI me habría enviado a la hoguera y se habría sentido feliz y satisfecho de hacerlo. Si alguien quiere leer más de este espíritu y atrocidades, un buen libro es los cinco tomos de Karlheinz Deschner, Historia criminal del cristianismo (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1990), que aún cuando uno pueda discrepar de su visión ideológica, es innegable que los hechos históricos confirman una línea de intolerancia digna de las atrocidades más horrendas del nazismo.

Otra posibilidad, ligada a la anterior es considerar que los cristianos tienen la última palabra y que nadie puede decirles nada acerca de equivocaciones. Esta forma de ver la realidad ha generado el dogmatismo que lleva al fanatismo sectario. La forma más contradictoria de este principio es el concepto de infabilidad defendido por una parte del cristianismo, que nadie puede desafiar. Aún me indigna pensar en la reacción que hubo cuando Hans Küng se atrevió a desafiar este concepto con su libro ¿Infalible?: Una pregunta (Buenos Aires: Herder, 1970) o cuando Leonardo Boff se atrevió a analizar la supuesta jerarquización basada en la infabilidad con su libro Iglesia, carisma y poder (Santander: SalTerrae, 1992). Ambos sacerdotes fueron silenciados y denostados de la forma más burda, simplemente, por atreverse a sospechar que no siempre podemos tener la razón en todo, por mucho que nos llamemos cristianos.

Otra manera de ser cristianos es ser ascetas, es decir, alejarnos de todo contacto con el mundo creyendo que de esa forma podremos vivir mejor nuestra religión. Dicha forma de vivir olvida el concepto bíblico de Jesús: “No te pido que los retires del mundo” (Juan 17:35). El ascetismo ha generado una forma de expresión del cristianismo alejada de la realidad, que en muchos sentidos, es tan dañina como la militancia inquisidora.

Otra forma es considerar al cristianismo como una filosofía de vida ligada a una ética de la conducta más que a un cuerpo doctrinal específico. El liberalismo cristiano ha terminado en ese plano siendo nada más que un conjunto de normas éticas y las iglesias una especie de clubes de defensa moral.

Semejante a lo anterior se encuentran aquellos grupos cristianos que sienten que el emocionalismo es la mejor expresión del cristianismo. En dicho contexto tampoco interesan las doctrinas claras y objetivas, sino sólo lo vinculado con los sentimientos y las emociones, no importa lo que dice la Palabra sino lo que siendo respecto a ella. Cada individuo se convierte en norma religiosa.

Finalmente, otra opción es la de aquellos que creemos que el cristianismo no consiste en defensa de doctrinas al grado de descalificar a otros y condenarlos. Tampoco en aislamiento para apartarse de otros para vivir una vida cristiana separada. Ni emocionalismo irracional ni defensa de dogmas desprovistos de sentido común.

El cristianismo es una forma de vida que se sustenta en la convicción profunda de que cada ser humano es pecador y que Dios en su misericordia ha provisto un plan de redención para todo aquel que lo acepte. Somos seguidores de un Jesús de esperanza y sanidad, que otorga sentido y propósito a la vida de los individuos. No de un Jesús que vino a condenar y maltratar a otros.

Evidentemente la Escritura se convierte en una fuente autoritativa de información y Jesucristo en el modelo a seguir en la forma de vivir e interactuar con otros. En ese contexto cada cristiano se convierte en el agente de reconciliación para otros que no han tenido la posibilidad de conocer a Dios.

Esta tarea debe ser hecha con amor, tolerancia y sin utilizar recursos de manipulación, engaño, medias verdades, descalificaciones ni nada que se asemeje a métodos usados por quienes no conocen a Cristo.

Conclusión 

Jesús nos invita a amar a nuestros enemigos, no necesariamente gustarnos lo que hacen, eso implica no caer en las argucias ni artimañas de quienes pretenden a nombre de lo que sea, destruirnos. Estoy tentado a escribir de ese ministro que seguramente está luchando con ser fiel a su conciencia: “Dios, perdónalo, porque no sabe lo que hace”, pero después he pensado: “¿Y si sabe lo que hace?”… sería terrible pensar eso, así que prefiero quedarme con la primera oración, al menos, me da la convicción y la tranquilidad de saber que tenemos un Dios de amor que no nos condena, ni nos maltrata ni siquiera en defensa de la verdad.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.


*George Knight, La visión apocalíptica y la neutralización del adventismo (Buenos Aires: ACES, 2010), 10.