jueves, 30 de diciembre de 2010

Si pudiera vivir nuevamente

Jorge Luis Borges, el escritor argentino, el candidato eterno al Nóbel, el hombre que había perdido la vista pero veía mucho más que otros, el soñador, el lector infatigable, el de las mil historias, el que homenajeaba a Buda y luchaba contra el tiempo, al final de sus días, cuando miraba a la muerte a la cara, sin miedo, como debería ser, como es lógico que suceda en un sistema donde la muerte es parte de la vida… escribió, un poema desgarradoramente honesto, y también  un llamado a la reflexión constante.

Dentro de unas horas comienza un nuevo año, una ilusión, porque el tiempo es una dimensión utópica, porque después de los abrazos y de los buenos deseos, la vida continuará inexorablemente, por eso, porque seguiremos viviendo, las palabras de Borges nos llegan como un aliento a la existencia, un acícate a la esperanza, un “déjate de tonterías” y concéntrate en lo importante, aquí el poema de Borges:







Si pudiera vivir nuevamente mi vida…
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de echo tomaría
muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes,
contemplaría más atardeceres, subiría más montañas,
nadaría más ríos.

Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida,
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.

Por si lo saben, de eso está echa la vida,
sólo de momentos, no te pierdas el ahora.

Yo era de esos que nunca iba a ninguna parte sin
un termómetro, una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas, si pudiera volver a vivir,
viviría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo
a principios de la primavera y seguiría así
hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita, contemplaría más
amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera
otra vez la vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años
y sé que me estoy muriendo.

El último verso de Borges tiene un dejo de melancolía, un desgarro, un sentir que en muchos aspectos la vida ha pasado inexorablemente y en el camino, sin pensarlo ni desearlo, se ha perdido de algunos de los momentos que hacen significativo el vivir. No me gustaría decirlo, no me gustaría sentirlo, no desearía tener esa melancolía a los 85 años.

Apreciados amigos: 

Un feliz año, una feliz vida, una sabia vida, que no es ser sabio abstenerse, sino el apreciar cada instante como si fuera el último.

A los que en este año me han acompañado en mis devaneos y pensamientos, un abrazo.

A los que se han sentido tocados, heridos, traumados o enojados, por mis escritos, un abrazo.

A quienes han sentido que a partir de mis palabras los he interpretado, un abrazo.

A todos, los que me entienden o desprecian, los que me acogen y los que me rehúyen, un abrazo.

Porque si abrazáramos más y discutiéramos menos, tal vez, algunos de mis escritos no serían necesarios...


Feliz vida para todos.


© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Sin perder perspectiva

Jesús no vino a fundar un partido político, como algunos de sus seguidores parecen creer.

No fundó una organización multinacional multimillonaria, como lo son algunas de las corporaciones que se supone que le representan.

No vino en busca de adeptos ni de prosélitos, tampoco buscaba seguidores, no era ese su fin, como parecen haber olvidado algunos en la actualidad.

Vino vestido de manera sencilla, sin ostentación, ni exhibición de riqueza, muy diferente a lo que muestran algunos de sus seguidores.

No vino a formar una organización jerárquica de plebeyos y lacayos, gobernados por una cúspide de iluminados, como algunos parecen no entender.



No conformó una sociedad secreta guiada por oscuros propósitos de dominación mundial, no pretendía nada que se le pareciera.

No buscó a líderes para gobernar a otros, ni para ser guardianes de las conciencias ajenas, ni inquisidores de la conducta humana.

No tuvo donde recostar su cabeza y no se le conoció posesión más valiosa que su propia misión, a diferencia de quienes olvidaron su legado.

Se rodeó de prostitutas, enfermos, despreciados y murió entre dos ladrones, fiel a la misión que tenía. ¡Cuán lejos de algunos que se consideran sus seguidores!

No vino a encerrarse entre cuatro paredes para auto alabarse ni autoproclamarse justo, sino que caminó en las callejuelas polvorientas y los caminos de los despreciados.

Su palabra no estuvo inundada de vocablos efectistas, historias almibaradas, ni quiso alabar la vanidad de nadie, habló claro, directo, sin ambigüedades y eso provocó el desprecio de los expertos en oratoria de su tiempo y los políticos de la religión.

No visitó a los políticos, ni religiosos, ni comerciantes, fue a la casa de los despreciados, de los arrepentidos, al hogar de quienes habían perdido toda esperanza.

Vivió con su conciencia en paz, fiel a sí mismo, coherente con la misión que tenía, comprometido con la verdad sin temer al político de turno ni al religioso que tenía poder.

Nunca forzó la conciencia de nadie, ni apabulló la opinión de otros, ni fue indiferente a la libertad de opinión. Simplemente respetó a todos, incluso a sus enemigos.


No realizó cruzadas para ridiculizar ni maltratar a quienes se le oponían, simplemente dijo: “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”.

No buscó honores de este mundo, ni siquiera quiso impresionar de manera alguna, sólo mostró sencillez y un sentido de coherencia que nunca ha tenido parangón.

No habló con orgullo, arrogancia, pedantería ni fue altanero de ningún modo, supo desde siempre que la verdad no se dice a gritos ni con gruñidos, sólo con el susurro de la autoridad que tiene el saberse con certeza.
No buscó venganza en ninguno de sus actos, sólo fue honesto, amable, y cortés, aún con sus enemigos.

No nació en cuna de oro, sino en una cueva rodeado de animales, pero lo hizo en paz, tranquilo, sin deberle nada a nadie.

El primer sonido que escuchó fue el de las aves y los animales, pero allí en el silencio del pesebre mostró más dignidad que toda la pompa de los religiosos de todos los tiempos.

Nació y la historia se dividió en dos partes. Nunca la historia humana volvió a ser igual. Él cambió todo. Transformó el devenir en esperanza.
No nació un 25 de diciembre, pero nació y eso es más importante que cualquier fecha. Su presencia marcó la vida de todos los que quieren entender que su existencia es lo más extraordinario en la historia humana.

Su nombre ha sido pronunciado por los maltratados, los torturados, los violentados, los perseguidos, los pobres, los despreciados, los errantes de este mundo, los que han caído bajo el fuego del mal, ninguno ha temido decir Jesús, porque sólo él encarna la esperanza.

Vino a dar esperanza y a otorgársela a quienes creen en su nombre. Vino a mostrar el camino y a dejar estelas de luz que iluminan el paso de los cansados de este mundo. Vino a ser la luz al final del túnel.

No vino a condenar, sino a redimir. No buscó maltratar sino salvar. No quiso acusar sino abrazar a quienes quisieran aceptarlo.

No construyó catedrales a la vanidad ni jerarquías para la arrogancia, buscó sólo personas que creyeran en su misión.

No ofreció presentes para halagar a los poderosos de este mundo, entregó su vida y vertió su sangre, nadie puede igualar dicho gesto.

En la navidad celebramos su presencia, su sencillez, su sacrificio, su amor, su esperanza, su alimento, su redención… En navidad recordamos que él simplemente es el que da sentido a todo.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.



jueves, 23 de diciembre de 2010

La navidad y el ombligo

Siempre he tenido sentimientos encontrados con la fiesta de navidad. Por un lado, me encanta, porque es el momento cuando nos juntamos con personas que amamos. Sin embargo, también me estresa, puesto que hay que pensar en regalos y saludos, y esa combinación de “regalar” y “saludar” me resulta agobiante a veces.

Es un momento de reencuentro familiar, de reconciliación, de amistad, de amor, pero a la vez es el momento del año cuando a nivel mundial se producen la mayor cantidad de suicidios, tal vez por eso mismo, por falta de reencuentro, reconciliación, amistad y amor.

Me encanta hacer regalos, especialmente porque puedo ver el rostro feliz de quienes lo reciben, no creo que regalar sea la única forma de expresar amor, pero es un buen gesto. Sin embargo, me enoja tener que salir a comprar en esta fecha, la gente anda como idiotizada, de mal genio, muchos actúan con brusquedad, se arremolinan en las tiendas buscando un no sé qué y veo muchos rostros frustrados, tal vez porque quisieran tener el dinero para hacer otro regalo o porque no quisieran regalar, no sé. En estas fechas siempre me digo: “La próxima vez voy a comprar los regalos en el transcurso del año para evitarme estas aglomeraciones absurdas”, pero, llega la vorágine de las obligaciones y termino, como siempre, olvidándome y andando de una tienda a otra sin claridad de qué debería regalar.

Cuando llega esta fecha me acuerdo de los buenos momentos, de aquellos que he vivido al lado de mis amados, de las tradiciones que hemos formado como familia: Armar el arbolito de navidad el 1 de diciembre, hacer un regalo sorpresa para alguien que no está en casa, establecer un precio máximo y mínimo para hacer un regalo de tal modo que nadie se sienta discriminado en la familia, ayudar con la cena de navidad, invitar a casa a alguien solitario, dedicar un momento a reflexionar en el significado de esta fecha. Pero a la vez, me siento en deuda con aquellos con los cuales no he hablado durante el año, triste por los que durante en el transcurso de ese año lastimé, melancólico por los amigos que quedaron en el camino, silente ante los que partieron y ya no estarán más. Sin duda, es el momento de los contrastes.


Definitivamente para mi es un momento de reflexión. Me gusta leer historias de navidad donde aflora lo mejor del ser humano, concentrarme en grandes ideas, repasar el verdadero significado de esta fecha, pensar en Jesús y lo que ha implicado su vida para mi vida, los grandes momentos que he vivido como religioso, la forma en que la vida me ha llevado de un lado a otro y cómo la providencia ha actuado conmigo. Sin embargo, por el rol que cumplo como docente y teólogo, tengo que enfrentarme todos los años al mismo tipo de gente dogmática e insolentemente ignorante, totalitarios, tozudos, porfiados, con sus discusiones eternas y bizantinas, las mismas palabras con el mismo sabor a dogma: “Que en esta fecha no nació Cristo”, “que es una fiesta de origen pagano”, “que no hay que poner arbolito de navidad”, y me canso, me aburre, me enferma, me entristece. Me hastía tener que tratar con personas que perdieron el rumbo, que no entienden que aunque Jesús no nació en esta fecha, lo importante es que nació. Que aunque el origen de la fiesta no es claro, lo importante es que se celebre. ¿Qué si el árbol de navidad no es bíblico? ¿Y qué? ¿No podemos darle un sentido diferente y dejarnos de discusiones absurdas?

La navidad es una oportunidad para mirar hacia adelante, para los grandes pactos, las reconciliaciones que nos auguran un momento nuevo, la vida que se nos aparece en el horizonte como una oportunidad siempre esperanzadora, el avance inexorable de la existencia que nos lleva siempre por nuevos rumbos. Pero también es el momento en que pensamos en el pasado, cuando no podemos dejar de sentir melancolía por lo que dejamos, por lo que perdimos, por lo que no encontramos, por todo aquello que de un modo u otro ha dejado marcas en nuestros sueños, heridas en nuestras ilusiones y estelas en nuestras melancolías.

Es imposible vivir la navidad sin ese dejo de contradicciones que se nos viene encima como una avalancha. No es posible vivir esta fecha sin mirarse el ombligo y a la vez, sin dejar de pensar que la fecha trasciende nuestras preocupaciones.

Es momento de celebración.

Es época de alegría.

Mejor quedémonos con eso: Jesús nació, y olvídense de mi ombligo.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Jesús preparó el desayuno

Pedro fue un cobarde, como tú y yo probablemente lo seríamos en circunstancias parecidas. No sólo negó que era discípulo de Jesús y que lo conocía, también comenzó a decir palabrotas de grueso calibre con tal de convencer a su audiencia. Fue una forma poco sabia de actuar. Tenía tanto miedo de ser apresado con Cristo que utilizó la forma soez de hablar, que seguramente había aprendido junto al mar, mientras peleaba con otros pescadores. Era un hombre rudo, acostumbrado a defender lo suyo. Sin embargo, en esta ocasión pudo más la presión del grupo.

¿Te suena conocido? ¿Has estado en una situación donde el grupo pudo más que tu conciencia? ¿Tus compañeros de trabajo, de estudio o tu familia te presionaron tanto que terminaste negando tu fe? Pues Pedro no es el único traidor, de su misma estirpe somos todos, unos de una manera y otros de otra forma, terminamos finalmente negando que hayamos estado con Cristo y que le hemos conocido.

Estaba en lo mejor diciendo las palabras más soeces que pudiera recordar cuando de pronto escuchó cantar el gallo y en ese momento recordó las palabras de Jesús:

―Esta misma noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces.

Cuando se acordó observó el rostro de Jesús que por un instante lo vio y salió de aquel lugar y se fue a las afueras de la ciudad y lloró amargamente. Lloró como alguien que ha sido derrotado. Lloró por su orgullo herido. Lloró porque una vez más Jesús tenía razón. Lloró por su cobardía. Sintió de pronto un peso sobre sí tan grande que parecía que el aire se le iba y con sus sollozos y lamentos no podía respirar. Sentía vergüenza, sabía que su gesto sería recordado para siempre. Que vez tras vez la gente se referiría a su forma tan ruin de actuar.

Se sumergió en la noche oscura de su amargura. En el silencio triste y melancólico de quienes saben que han fracasado. Sobre sus hombros caídos sentía un peso como nunca antes había experimentado. Estaba solo. Entre la negra bruma de la oscuridad sólo se sentían sus sollozos amargos. La tristeza anegaba su mente. Esa noche no pudo dormir.

Antes había prometido de manera solemne:

―Señor, no sólo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel sino también morir junto contigo.

Cada vez que se acuerda de esas palabras siente vergüenza. Sólo pensar en el ridículo que ha hecho lo llena de un sentimiento de tristeza enorme. Pero, no sólo lo negó una vez, sino tres veces y utilizando el vocabulario más degradante que se le pudiera ocurrir para hacer convincentes sus palabras. En tan sólo un momento ha tirado por tierra tres años de estar con Jesucristo.

Cada vez que escucho a alguien decir: “A mi no me va a pasar”, “yo soy fuerte”, “he aprendido la lección”, “he madurado”, etc. y otras tonterías por el estilo, pienso en Pedro, y en lo seguro de sí mismo que se sentía. Mientras más seguro, más frágil. Mientras más orgulloso, más débil. La lección de Pedro deberíamos recordarla todos los días, pero somos duros, porfiados, envalentonados en nuestros legalismos aprendidos, que no entendemos cuán débiles somos a la negación de Cristo.

El domingo en la mañana está junto a los demás en el aposento alto, lamentándose, con miedo, escondido, confundido, triste. Escucha que las mujeres cuentan que Jesús ha resucitado, como buen machista de su tiempo, no les cree, porque su estereotipo le dice que las mujeres no son confiables, así que se va corriendo a la tumba para constatar por sí mismo. Supo que Jesús había resucitado y sintió alegría, pero también un gran pesar.

Luego, ese mismo día Jesús se apareció a todos en el aposento alto, y Pedro no dijo nada, sólo se mantuvo en un rincón, en silencio, sin acercarse a Cristo. Avergonzado, temeroso, con culpa, como se siente todo aquel que ha fallado, que sabe que no ha dado la nota que corresponde, que ha fracasado. Jesús tampoco le dijo nada.

Jesús cita a sus discípulos en la montaña. Se demoran varios días en llegar allí, de hecho Cristo se reúne con ellos allí una semana después. Pero, ¿qué hace Pedro en el intertanto? En vez de irse a la montaña y prepararse junto con los demás, simplemente se va al lago a pescar. ¡Si! ¡Eso mismo! ¡A pescar! ¿Quién quiere comer pescado en ese momento? ¿Qué le pasa por la mente a Pedro?

Pues, lo más probable es que la vergüenza lo haga pensar que ya no tiene lugar entre los discípulos. Eso ocurre siempre con el fracaso, cuando alguien se siente derrotado, entonces, se automargina, la mayoría de las veces lo hacen porque saben que sus “hermanos” lo aislarán, lo dejarán a un lado, no lo perdonarán y simplemente le enrostrarán su derrota. Para que eso no ocurra, la mayoría de las personas opta por alejarse, lo hace como un mecanismo de defensa, para sobrevivir a las habladurías de sus “hermanos”. Es extraño, pero la dureza de los hermanos suele ser peor que la de los enemigos, los que profesan una fe suelen tener una memoria del pecado ajeno que suele ser escandalosamente extraordinario. Se recuerdan los momentos, las acciones, las palabras, los pormenores, etc., no es extraño que los que sienten culpa se alejen, sus hermanos lo harán al fin de cuenta, así que se va.

Así que allí tenemos a Pedro, saliendo al mar, en su viejo bote, lleno de culpa, de vergüenza, de temor, de tristeza. El que hace unos días atrás estaba cantando junto a la gente en la entrada triunfal, el que se sentía seguro al lado del Maestro, el que soñaba con un lugar en el reino, ahora está solo, tirando las redes y tristemente solitario. ¿Qué triste es equivocarse? ¿Qué dolor da el quedar solo precisamente en el momento en que más se necesita la compañía amorosa de otros? Pero así somos, crueles con los errores de otros y mendigos de comprensión cuando los que nos equivocamos somos nosotros. Aunque lo acompañan sus otros compañeros, va en silencio, sin confesar su falta. No quiere que los otros sepan su error. Los conoce, prefiere mantenerse callado, porque les teme, sabe cuán crueles pueden ser, él también ha sido uno de ellos…

Pasan toda la noche pescando, pero por más que tiran las redes, no logran pescar nada. A la mañana, cuando ya no es hora de pescar, cuando los peces se alejan y la luz aparece en el horizonte escuchan a alguien a la orilla que les pregunta:

―¿Tienen algo de comer?

Ellos responden que no, así que el extraño, que no reconocen, les dice que tiren la red al otro lado de la barca. Así lo hacen, ¿qué tienen que perder? Pero esta vez, son cientos los peces que quedan atrapados, tantos que no pueden sacarlos.

De pronto Pedro siente que su corazón da un vuelco y le dice a Juan:

―¡Es el Señor!

Y sin darle tiempo a Juan de reaccionar se pone algo y salta al agua y nada. Como siempre, precipitado, actúa sin pensar, al llegar a la orilla ve con claridad a Jesús que mostrándole una fogata donde hay peces y pan preparándose, les dice:

―Traigan algún otro pescado para poner en el fuego.

Pedro obedece, va al bote y ayuda a arrastrar la red.

Luego Jesús les dice:

―Vengan a desayunar.

Jesús preparó el desayuno

Sin duda, Jesús preparó el desayuno. Una lección para los machistas que no entran a la cocina. Una lección para los que no perdonan.

Jesús no dijo nada. No le dijo a Pedro: “Te acuerdas que te lo advertí”. No le dio un sermón particular. No lo avergonzó. Hasta ese momento nadie sabe lo que Pedro ha hecho, todos estaban lejos. Es algo que sólo Pedro conoce.

Pero Jesús, no pretende dar una lección que sirva de escarmiento. No es como alguno de sus seguidores de hoy que buscan dar ejemplos aleccionadores, Jesús mantiene silencio y prepara el desayuno.

Lo hace con cariño, con bondad, entendiendo que lo que Pedro necesita es restauración y no reproche. Sabe que un buen bocado alrededor de una fogata después de una noche de frustración es medicina para el cuerpo y para la mente.

Pero Jesús no sólo los invitó a desayunar, también les sirvió, les dio el pan. Todos están avergonzados. No tanto como Pedro, pero saben que han sido unos cobardes que han huido. Cada uno recibe pan y pescado de las manos del mismo Jesús. ¡Qué hermosa lección! ¡Cuán diferente sería la actitud de los que se equivocan si en vez de reprocharlos o hundirlos, les sirviéramos el desayuno y los atendiéramos con bondad!

Sólo cuando han desayunado Jesús conversa con Pedro y le hace tres veces la misma pregunta, como una manera de darle la oportunidad de enmendarse. Tres veces lo negó, tres veces Jesús le da la oportunidad de reafirmar su compromiso con él. Así siempre es Cristo, no nos deja solos en el mar, con nuestra amargura y el dolor. Se acerca a la orilla, nos espera que lleguemos cansados, silenciosos, derrotados, tristes y nos dice:

―¡Vengan a desayunar!

¿No sería hermoso que hiciéramos lo mismo con aquellos que se han equivocado? Que nos acercáramos y les dijéramos:

―Te invito a almorzar, quiero cenar contigo…

Jesús da el primer paso. Es falso eso que dicen que Dios espera que el pecador vaya arrepentido a él, eso no es lo que hace Dios, él siempre nos busca, siempre nos da la oportunidad de enmendar, él se acerca y nos dice:

―¡Ven! ¡Te preparé comida! Quiero comer junto a ti.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Conciso, al punto y sin demagogia

¿Has oído alguna vez hablar de Edward Everett? Lo más probable es que de pasada, algún profesor, de esos medios extraños que les gusta mencionar datos oscuros que no recuerda nadie te lo mencionó, y finalmente, con el paso del tiempo (es decir, al segundo siguiente), lo olvidaste.

Déjame refrescarte la memoria (o traerlo a la memoria). En 1863, en EE.UU., era considerado el mejor orador de su época. Por esa razón, cuando fue inaugurado el Cementerio Nacional de los Soldados en la ciudad de Gettysburg (Pensilvania) el 19 de noviembre de ese año, él fue el invitado de honor. De hecho, sus palabras eran esperadas con más ansias que las del presidente Abraham Lincoln. La Guerra de la Secesión estaba llegando a su fin y se honraba en ese momento a todos los caídos en batalla.
El discurso de Everett tuvo 13.609 palabras y duró exactamente dos horas. Sin embargo, si alguien intenta encontrarlo o leerlo hoy, tendrá que hacer una gran expedición de investigación, de hecho, no lo he encontrado, ni siquiera en los mejores divulgadores de Internet.

El último en hablar fue el presidente, Abraham Lincoln dijo en parte de su discurso: “El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos”. Sin embargo, se equivocó rotundamente. Es uno de los discursos más recordados de la historia. Sus breves palabras resumen la guerra de la secesión en dos o tres minutos, en diez oraciones, y en menos de 300 palabras.

El discurso completo 

“Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales.

Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa.

Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon, hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

La lección 

Es notable observar a tantas personas que les gusta escucharse a sí mismos. Utilizan expresiones rebuscadas que sólo existen en los más recónditos rincones de diccionarios añejos y viejos.

Cuando pienso en algunos de los discursos (no me atrevo a llamarlos sermones) que he escuchado en el último tiempo siento que de un modo u otro no hemos captado la misión del Maestro de Galilea que tuvo una sencillez tan grande que aún un niño podía entender sus palabras, pero no por eso dejaban de tener profundidad, al grado de que se han escrito, literalmente, millones de palabras y páginas para comentar sus dichos.

Recuerdo haber estado en un funeral de un viejo pastor, a quien llegué a apreciar mucho por su bondad, aún me produce molestia la pedantería de los mensajes y la vanidad de quienes fueron para hablarse a sí mismo, puesto que a la viuda y a quienes estábamos allí, por lo menos a mi no, no nos dejaron mucho, no recuerdo sus palabras, pero si sus actitudes.

Desde que soy niño asisto a la iglesia, por lo tanto, no ha pasado semana de mi vida que no escuche a algún predicador, pero (debe ser la edad, el hastío, el cansancio, no sé) cada vez me molestan más:
  • Los demagogos (para eso bastan los discursos de algunos políticos y otros personajes de opereta bufonesca que abundan en el mundo político y lamentablemente, también entre religiosos).
  • Los que usan palabras almidonadas que no dicen nada (me recuerda a los charlatanes que solía escuchar cuando niño en la feria, esos que vendían pomadas que curaban todo).
  • Los ignorantes sabihondos (que se expresan como si tuvieran la última palabra, como si nadie debería osar contradecirles).
  • Los prepotentes y arrogantes (que con sus discursos religiosos dan a entender que tienen el monopolio de la verdad sagrada, como si hubieran tenido una entrevista personal con el mismo Dios, me gusta pensar que Jesús hablaba cara a cara con la divinidad y su sencillez era tal que algunos de los predicadores de hoy empalidecerían de vergüenza al considerar sus discursos muy suaves y sencillos).
  • Los diplomáticos (esos que navegan en botes con dos remos para quedar bien con el diablo y Dios, con sonrisas aprendidas, con poses estudiadas, los que hablan mucho sin decir nada, sin compromiso, sin atreverse a contradecir a nadie, siempre políticamente correctos).
  • Los comerciantes de ilusiones (al mejor estilo de los vendedores de chatarra, los que cambian oro por espejitos, a la usanza de los primeros estafadores que vinieron a nuestras tierras, los que no dudarían en vender a su madre si fuera necesario para sobrevivir).
  • etc. 
Hablar poco, pero decir mucho 

Lo que caracteriza al discurso de Lincoln es que no buscó palabra efectistas. No fue detrás de la expresión almidonada ni de la demagogia barata. Se concentró en lo importante, sin alabarse a sí mismo por su sagacidad o brillo, sólo habló con honestidad, sencillez y al mismo tiempo profundidad.

El llamado “sermón del monte” de Cristo, (lo pongo entre comillas, porque no fue un sermón a la usanza tradicional, sino palabras vertidas mientras caminaba entre la multitud), es una de las enseñanzas más estudiadas de todos los tiempos. Sin dramatismo, con profundidad y sencillez, con elocuencia sin demagogia, directo y al punto, sin rodeos diplomáticos que suenan a mentira encubierta, les habló a sus contemporáneos, hombres y mujeres, educados y analfabetos, jóvenes y adultos, captaron la trascendencia de sus palabras. No necesitó de palabras almidonadas, altisonantes, ampulosas ni rebuscadas. Les habló de tal forma que todos pudieron entender.

Un día se acercaron unos griegos a Felipe y le dijeron:
Queremos ver a Jesús (Jn. 12:21). 
Si de mí dependiera pondría esas palabras en cada púlpito y se las pasaría a cada predicador antes que se ponga a hablar a los que inocentemente van a escuchar sus palabras, y digo “inocentemente”, porque muchos no saben a qué se exponen cuando alguien habla a nombre de Dios. A veces, escuchar a algunos predicadores, es un acto suicida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Oración en acción

Hace algunos años leí la historia de una mujer joven, que quedó viuda de una manera imprevista. Cuando se pierde a un familiar en un accidente o por algo inesperado, el dolor suele ser más fuerte, porque no les da tiempo a las personas para prepararse anímicamente, para la situación. Distinto es cuando las personas se enfrentan a una enfermedad terminal o de largo tiempo, porque les da la oportunidad de conversar, dialogar con la persona que está sufriendo y en ese sentido, les ayuda a enfocarse y saldar heridas, pedir perdón y dejar las cosas a cuenta.

Llegó toda la avalancha de situaciones que ocurren cuando hay un funeral: Trámites, atención de parientes que vienen de lejos, hacer arreglos con la iglesia y el pastor, etc. Cosas que nunca debería hacer una persona que está sufriendo, pero, que normalmente no nos damos cuenta y dejamos que lo haga.

Ella vivió esos días como sonámbula. En realidad, en muchos sentidos, los borró de su mente.

Cuando ya habían pasado los meses, en algún momento, pensó en algo que no se había detenido, era tanto su dolor, que simplemente no se había dado cuenta. Se preguntó a sí misma:

―¿Quién hizo comida en esos días? ¿Quién atendió a mi hija? [Su hija en ese momento tenía cuatro años].

Llamó a su hermana para preguntarle, porque definitivamente lo había borrado de su mente. Su hermana simplemente le dijo:

―Pues, la hermana Isabel, la de tu iglesia. Ella vino y se hizo cargo.

Ella lo había olvidado por completo, eso es normal, porque el dolor emocional produce ese efecto. Ese mismo día visitó a la hermana Isabel que se alegró mucho de verla. Fue a darle las gracias y a pedirle perdón por no haber ido antes.

Mientras iba a visitarla, recordó lo que su hermana le había dicho:

―Estábamos todos tan concentrados en tu dolor, tan tristes por lo que había pasado, que todos estábamos como sonámbulos. Pero ese día llegó la hermana Isabel, llegó, como otras personas, la mayoría venía a decir palabras de consuelo y se iba, otros hacían largas oraciones por ti, que en realidad te agotaban más, pero ella llegó, y sin decir nada, tomó a mi sobrina y se la llevó al patio a jugar, luego la hizo dormir, la llevó a su habitación. Sin decir nada, se fue a la cocina y antes que nos diéramos cuenta preparó la mesa y nos invitó a comer. Todos fuimos obedientes, mi mamá, mi papá, tus suegros, incluso te llevó comida a ti. Luego, cuando me ofrecí a ayudarla, me dijo que fuera a estar contigo, y ella se hizo cargo. En la tarde llegó con comida preparada y así lo hizo por una semana, venía con alguna de sus hijas, ayudaba y se iba, siempre en silencio, siempre sin entrometerse, como un ángel silencioso que hace su trabajo y se marcha.

La oración no es sólo palabras

En momentos de dolor, la mayoría de los cristianos ora. Eso es loable, es necesario porque necesitamos el poder de Dios para que nos fortalezca en momentos de aflicción. Pero cuando la oración es sólo palabras, entonces, pierde su poder.

Orar es no sólo hablar con Dios, sino conversar con él mientras nos ponemos en acción, especialmente cuando es otra la persona que sufre.

Ir a la casa de un enfermo a ofrecer sólo palabras, no es consuelo. Ir al hogar de alguien que está viviendo la pérdida de un ser querido y no hacer nada, no sirve.

Jesús dijo:
"Al orar, no hablen sólo por hablar como hacen los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras” (Mt. 6:7). 
Creo que los “gentiles” aún no aprenden la lección. Se dedican a hablar, pero no hacen mucho.

Fe en acción 

Santiago, con la asertividad y franqueza que le caracteriza dice:
“Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen del alimento diario, y uno de ustedes les dice: ‘Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse’, pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Stgo. 2:14-17). 
Parafraseando a Santiago y pensando en la oración podríamos decir: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que ora, si no hace nada? ¿Acaso podrás salvarlo esa oración? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen de alimento diario, y uno de ustedes les dice: ‘Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse’, yo voy a orar por ustedes, pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la oración por sí sola, si no va acompañada de acción, está muerta”.

Algunos han caído en la oración contemplativa. Esa impersonal y a la distancia. Esa que dice frente a alguien que está sufriendo: “Voy a orar por ti”, y eso calma su conciencia, pero no hace nada. Eso no sirve, es simplemente un paliativo religioso que para lo único que sirve es para calmar conciencias que ya no tienen conciencia.

No digo que no hay que orar, pero hay que cambiar el enfoque. Orar con un enfermo durante dos horas, enferma más al enfermo. Orar con el enfermo, dos minutos para darle consuelo, y luego arremangarse y sanar sus heridas, o preparar su comida, o alentarlo cantándolo, o ayudarlo para que vaya al baño, o tomar sus ropas sucias y lavarlas, hace mucho más por el enfermo que la mera palabrería.

Muchas oraciones tienen este matiz: “Dios ayúdalo, yo estoy muy ocupado con otras cosas, así que me voy a mi casa a hacer lo que tengo que hacer, así que te lo encargo”… Estoy cargando un poco las tintas, pero ese es el sabor que me queda con la famosa frase: “Voy a orar por ti”. Mejor sería decir, oraré contigo y voy a hacer todo lo posible para ayudarte.

Fe en acción es lo que necesitamos. Oración de acción, no palabras, para palabras tenemos a los políticos, a los demagogos y a los religiosos que perdieron el rumbo.

Jesús dijo: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 9:13). En otras palabras, dejen de hacer acciones formales, cultos formales, palabras de circunstancia, palabrería y muestren misericordia, actúen, no hablen. Lo diría de otra forma: “Quiero acción, no sólo oraciones y palabras”.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Bajo el espectro del miedo

Hace unos días, mientras leía el libro Mayada: Hija de Irak (Barcelona: Mondadori, 2004), escrito por Jean Sasson y que da cuenta de los horrores del gobierno de Saddam Hussein en su país, recordé de pronto un incidente que había enterrado en la memoria y que no había aflorado por años.



Cuando era adolescente, sin dinero, sin padre, sin nada más que mis sueños a cuestas, solía viajar entre Iquique y el sur de Chile, donde estaba el colegio donde estudiaba, pidiendo a los choferes que me llevaran, haciendo “dedo”, como se decía en esa época. El viaje de poco más de 2500 km. solía durar entre tres y cinco días, dependiendo de cómo me fuera en la ruta. Cuando había camioneros que se apiadaban y optaban por llevarme, si tenía suerte, podía hacer el viaje de un solo envión, de otro modo, me tocaba hacer escalas y estar horas en la carretera. Solía irme a las gasolineras y esperar que un camión se estacionara y allí hablaba personalmente con los choferes, a menudo me iba bien y podía embarcarme con mi mochila a cuestas.

Venía viajando de regreso a mi ciudad de origen, Iquique. Sin embargo, el camión que tomé iba hasta Arica, eso significaba quedarse en un pueblo dibujado en pleno desierto llamado Pozo Almonte y esperar que otro vehículo me llevara el tramo que me faltaba. Así que me resigné a llegar hasta allí, por alguna razón el camión se retrasó en la ruta y cuando llegué a Pozo Almonte eran las dos de la mañana. Hacía frío, como suele ocurrir en el desierto. Todo estaba apagado. Ninguna casa tenía las luces prendidas. Ninguna gasolinera estaba abierta. Era la época de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet. Sabía que corría peligro, había toque de queda, si alguna patrulla militar me sorprendía en la calle a esa hora, probablemente podría pasar un mal rato. Así que se me ocurrió ir directamente a la policía. Había estado otras veces en el pueblo, así que me fui caminando las pocas cuadras que me quedaban y golpee a la puerta. Salió un policía un tanto somnoliento. Traía cara de pocos amigos y una pistola en la mano. Me gritó a una distancia de unos dos metros:

―¿Qué quieres a esta hora? ¡No sabes que hay toque de queda!

Le conté en pocas palabras la situación y le pedí que me permitiera entrar a la comisaría, para pasar el resto de la noche, así me evitaría problemas por andar en la calle.

El me miró de una manera socarrona y me dijo:

―Aquí sólo se entra detenido, si quieres te detengo, de otra manera no pasas.

Luego con una sarta de improperios me conminó a irme y me dijo al pasar:

―Sería interesante que la patrulla te detuviera, así aprenderías algo.

Luego se entró y me sentí totalmente desamparado. Comencé a caminar con cuidado. Tenía miedo de que aparecieran los militares. Nadie me abriría la puerta de ninguna casa, no podía quedarme en la carretera, no tenía dónde ir. Me interné unos cuatrocientos metros en el desierto. El frío calaba los huesos. Había escuchado de historias de gente que se había muerto en el desierto por el frío. Sin embargo, conocía un recurso de los mineros que alguna vez había escuchado. La arena del desierto, pese al frío, conserva calor del día, así que hice un hoyo con mis manos, la arena se sentía tibia, y luego me cubrí con ella lo más que pude. Usé la mochila como almohada, me puse un gorro de lana y me tapé hasta los ojos con mi chaqueta y me quedé inmóvil mirando el cielo estrellado. El cielo se veía hermoso, había un silencio sepulcral, no corría ninguna brisa, podía sentir el silencio profundo y la oscuridad total. Me quedé profundamente dormido, estaba cansado y con hambre, pero la arena me dio abrigo. Habré dormido unas tres o cuatro horas y de pronto desperté sobresaltado al escuchar ráfagas de ametralladora. Mi corazón dio un vuelco. Escruté en la penumbra y no observé nada. Ya estaba amaneciendo. A la distancia se veían las casas de Pozo Almonte. No me puse de pie porque tenía miedo, así que me dediqué a mirar cuando de pronto volví a sentir las ametralladoras y su traqueteo característico. 
Me quedé inmóvil por una hora, sin atreverme a pararme, mirando hacia el lugar desde donde habían venido los sonidos. Cuando al fin me dispuse a partir, me limpié el polvo que tenía en la ropa, y me acerqué al pueblo, me dirigí a un lugar que ya estaba abierto, compré pan y un café y me dispuse a caminar hasta la gasolinera para esperar a un camión para que me llevara a Iquique. En ese momento escuché a una mujer que preguntaba: 

―¿Qué pasó? ¿Mataron a alguien?

―Seguramente a alguno que andaba haciendo dedo. ¿Cómo se les ocurre arriesgarse así cuando andan los militares? ―dijo otra persona moviendo la cabeza con reprobación.

Los que escuchaban se quedaron en silencio. Nadie dijo nada. Nadie sabía nada además, sólo eran conjeturas, pero a esas alturas, todos sabían que podía ser cierto.

Se me apretó el estómago. No pude seguir comiendo. Cuando al fin un camión accedió a llevarme los poco más de 30 kilómetros que me faltaban iba con bronca, con un sentimiento de pavor, confundido y con la sensación de estar viviendo una vida prestada. Nadie a los 17 años debería sentir eso... nadie debería sentirse así a ninguna edad.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.