jueves, 28 de octubre de 2010

Un funeral extraño

Hace unos días tuve una oportunidad diferente, extraña pero, al igual que la vida, propia de la precariedad de la existencia. Acompañé a una pareja de amigos en el dolor de perder a su mascota, un bello Poddle blanco. Mientras observaba las lágrimas del niño pensé: ¿Cómo se le explica a un niño que su mascota ya no estará con él?

Estuve en el momento en que su padre le comunicó a su hijo que su mascota había muerto. Vi con tristeza como fluían las lágrimas de dolor y asomaban las primeras preguntas que se le vienen a un niño que durante su corta vida ha sido educado en las convicciones cristianas:



―Si me llego a morir, ¿podrían enterrarme junto a mi perrito?


―¿Por qué?

―Para poder resucitar junto a él cuando venga Jesús.

Cuando estábamos haciendo el hoyo para enterrar al animal nuevamente otra pregunta entre lágrimas:

―Podré buscar a mi perrito en el cielo, ¿estará allí verdad?

Luego se puso a llorar. Lo abracé mientras su padre y un primo hacían el hoyo donde se enterraría al animalito. En ese momento pensé en qué se le puede decir a un niño que ha perdido a un ser tan querido como una mascota.

Luego el niño dijo:

―Se me fue mi amigo, ¿ahora con quién voy a jugar?

Parece un infantilismo, pero en ese momento para el niño la mascota lo es todo y no aparece nada más en el horizonte, tratar de explicarle que vendrán otros amigos y que es sólo una mascota, en ese instante es tiempo perdido, nada más cabe en su cabeza que el dolor que siente.

Luego de haber enterrado al animalito, el niño me pidió que orara, así que hice una oración mientras sentía sus gemidos y el sollozar silencioso del padre que intentaba disimular su pena con carraspeos que no podían ocultar el dolor que sentía.

Es probable que algún legalista de los que abundan considerarán impropio una oración y un funeral para un animal, pero, ¿no es acaso la oración un puente de consuelo para los que tienen alguna pérdida? ¿Cuántas veces intentamos acallar el dolor de otros e incluso el nuestro con teorías teológicas carentes de sentido común? ¿No es lícito acaso llevar algo de consuelo a una persona aunque haya perdido a un amigo de cuatro patas y con cola?

La religión no tiene todas las respuestas. Suponerlo es infantil. Intentar explicar todo no sólo es una osadía de magnitud nefasta, sino además, una presunción que lleva pronto a la vanagloria y la vanidad.

No tengo respuesta para un niño que pregunta por su mascota, pero si sé que el Dios que amo no se molesta con nuestras indagaciones, aunque parezcan heréticas e incluso, abiertamente blasfemas. Dios es mucho más inteligente que nuestras preguntas que parecen sin sentido.

Incluso más, en algún momento el niño me dijo enfadado:

―¿Por qué Dios hizo esto?

Intenté explicarle que Dios no tiene nada que ver con la muerte, ni de personas ni de animales, pero, ¿cómo le digo a un niño eso para que lo pueda entender? ¿Cómo le explico algo que tiene tantas connotaciones emocionales que es difícil poder captarlo en toda su dimensión?

Me quedé pensando que a Dios no le molestan nuestros enojos en contra de él. A veces hemos antropomorficado tanto a Dios que lo hemos hecho a la medida nuestra, como diría John Powell en uno de sus libros, “hemos hecho a Dios a nuestra imagen”, parafraseando puede ser que hemos dejado de ser la imagen de Dios para convertirnos en la arrogancia encarnada en nuestras ideas y hecho a Dios a la medida de nuestros conceptos, finitos, limitados, arrogantes, presuntuosos. Dios no se enoja con nuestras preguntas fuera de lugar ni nuestros enojos por lo que no entendemos.

Los vi irse en la tarde. Me quedé mirando la tumba del animal que quedó bajo un árbol y pensé que me gustaría que alguien me tratara con ternura cuando tuviera un dolor, que no me arrojara a la cara esa frase que suena a látigo:

―¡Deja de llorar! ¡Eres cristiano!

Como si llorar estuviera vedado para quienes tienen fe, como si la expresión de emoción fuera un privilegio de los no creyentes.

Le dije al niño antes de irse:

―Llora, llora todo lo que quieras, enójate con Dios si eso te hace bien, pero no dejes de hablar con tus padres lo que sientes.

Nuevamente puedo sentir la mirada reprobadora de algún religioso aferrado a las formas que puede parecerle que mi consejo es inapropiado. Pero, sigo creyendo que la expresión de la emoción es sana y la represión enferma. Lo entendió David, cuando escribe algunos Salmos que a los oídos del legalismo deben sonar a blasfemia. Dios no impide la expresión de emoción, sólo creerlo es monstruoso y una desfiguración de la verdadera esencia de la religión. Dios está con nosotros en medio de la alegría y también el llanto, cuando estamos en paz y cuando apretamos los puños y los alzamos al cielo para preguntar: ¿Por qué?

Seguramente, sintió la misma simpatía que yo he sentido por eso niño que se despidió de su mascota, porque Dios siempre está con el dolor del que sufre, nunca nos abandona, ni aún cuando creemos que está tan lejos que no nos escucha.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

lunes, 25 de octubre de 2010

Toque a medianoche

Cuando la medianoche ya despuntaba se sintió el golpe profundo de unos nudillos en la puerta.

La ciudad ahogó el sonido y la casa no hizo ni siquiera un eco.

Los minutos pasaron con la lenta marcha de la oscuridad.

Nuevamente se oyó en la profundidad de la noche el golpe de una mano sobre la puerta de madera.

La ciudad emitió su lastimero susurro de medianoche y la casa apenas emitió un gemido.

El aire nocturno paseaba silencioso por las calles, ajeno al sonido de esas manos que golpeaban la puerta.

Un silencio aún más profundo que la noche dio paso nuevamente a esos golpes que por tercera vez ya sonaban como un plañidero canto.

La ciudad pareció despertar; sin embargo, su movimiento fue sólo aparente. Siguió en su modorra inconsciente.

En,la casa, esta vez hubo un ligero cambio. Una tenue luz rasgó la oscuridad tras la ventana del segundo piso.

A los pocos minutos sonaron las bisagras herrumbrosas de las ventanas y una voz preguntó soñolienta:

-¿Quién es? ¿Quién molesta a esta hora? -y la noche recibió en un mutismo la voz del visitante que contestó:

-Soy yo. Alguien a quien tú conoces.

-Acérquese más pues no veo su rostro -dijo el hombre de la ventana.

-A menos que abras la puerta no podrás verme -contestó el visitante.

El hombre de la ventana alargó su brazo con la lámpara, pero, por más que oteó hacia abajo, sólo pudo percibir la borrosa figura de un hombre más bien alto.

Reaccionó con malestar y gritó:

-¡Bueno! ¡Diga de una vez lo que quiere!, deseo seguir durmiendo.

El visitante exclamó:

- Vengo a revisar tu puerta ... le estás dando mal uso.

Y el hombre de la ventana exasperado le espetó:

-Y usted, ¿qué se mete?, es mi puerta y punto.

-Te equivocas amigo -replicó el forastero-. Con esta puerta es distinto, todo lo que hagas o dejes de hacer con ella me incumbe.

De pronto una tercera voz irrumpió gritando molesta:

-¡Ya pues! ¡Vayan a acostarse! ¡Queremos dormir! -y una silbatina proveniente de otras casas apoyó al que reclamaba.

El hombre de la ventana, sacó medio cuerpo hacia afuera y dijo casi en susurro:

-Oiga amigo, ¿por qué mejor no viene de día? Así... nadie se enoja.

-Lo siento -respondió el visitante- he venido a todas horas y siempre tienes algo que hacer; esta es tu última oportunidad.

-¡Que más! Si quiere, no venga; pero a mí me da lo mismo. ¡Buenas noches! -gritó el hombre. Y cerró bruscamente su ventana.

El visitante lentamente se tornaba para partir, cuando la ventana se volvió a abrir y el hombre gritó:

-¡Hey amigo!, al menos por curiosidad, ¿cómo se llama?

-Jesús de Nazaret; soy el carpintero que hizo tu puerta.

La ventana se volvió a cerrar y el visitante prosiguió su camino dispuesto a golpear otra puerta.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Antes que sea demasiado tarde

Recuerdo perfectamente que era un día de agosto cuando Erwin se acercó y me invitó a caminar. Me sorprendió, pero aunque no éramos amigos tampoco éramos desconocidos. 

Nuestras relaciones interpersonales se mantenían en un clima de simpatía y cordialidad, pero no nos habíamos dado el trabajo de conversar. 

Caminamos, y pronto comenzó a hablar. Me di cuenta de que escogía cuidadosamente las palabras. Me dijo algo que en ese instante fue muy importante para mí y que permanece en mi memoria como una de mis buenas experiencias. 

Me contó cómo se había formado una mala imagen de mí, luego de haber aceptado lo que otra persona había comentado. (En ese momento yo era ayudante del preceptor del internado; un trabajo que no suele ser muy popular, aunque al cabo del tiempo trae ricas satisfacciones). Finalmente, Erwin había decidido decirme algo que nos ayudara a mejorar nuestra relación: 

―Miguel, no somos amigos ―comenzó―, pero desde hace un tiempo te he observado y he llegado a la conclusión de que eres una buena persona. No eres perfecto, pero yo tampoco lo soy. Sin embargo tienes buenas cualidades que creo que son dignas de imitar. 

Al principio, lo tomé como una broma. Luego, me di cuenta de que hablaba en serio. 

Continuó diciéndome lo que a su juicio consideraba como buenas cualidades en mí. En algún momento quise detenerlo, aunque admito que me sentía halagado. 

Tal vez él ni siquiera lo haya sospechado, pero sus palabras sirvieron de estímulo a mi vida en ese instante. Sus elogios me mantuvieron motivado durante mucho tiempo. 

Cuando intento racionalizar este incidente, el “místico” en mí me dice que no debo aceptar elogios y que no debo sentirme bien por ello. No obstante, a medida que leo, estudio, indago y comparto mis impresiones con más personas, cada vez compruebo la importancia de hacer sentir bien a los demás, con palabras y con hechos. Una forma útil es decir lo positivo que pensamos de ellos. 

A veces solemos pecar de franqueza, confundiendo la falta de tino con la honestidad. Expresamos todo lo que tenemos dentro hacia una persona, generalmente cuando estamos enfadados con ella. Por eso, no es raro que en ese instante digamos cosas que no diríamos en otra oportunidad… 

Las críticas y la consideración de los aspectos negativos de alguien suelen ser actitudes recurrentes del ser humano y que algunas personas han cultivado hasta el cansancio. No obstante, cultivar el hábito de admirar lo positivo que otro tiene es una costumbre relativamente escasa, pero suele ser un ejercicio de retroalimentación que deja ganancias tanto a quien emite el elogio como a quien lo recibe. 

En este punto es necesario decir que existe una diferencia muy sutil entre el elogio honesto y desinteresado, y la adulación. No sé mediante qué mecanismo mental se transmite, pero cuando recibimos una adulación no podemos dejar de sentirnos incómodos. Por el contrario el elogio sincero provoca alegría y una sensación grata. 

Sólo el amor despierta amor. Sólo el elogio sincero despierta en otros, como efecto natural, una actitud elogiosa hacia nosotros. Aún más, sólo los pensamientos positivos hacen que otros nos devuelvan, a su vez, un cúmulo de pensamientos positivos, que se proyectarán en nosotros con naturalidad. 

Norman Vicent Peale escribió: 
El cristianismo enseña que hay un único rasgo fundamental para que la gente lo quiera a uno, es el amor y el interés directo y sincero hacia los demás.[1]
¡Cuánta razón tenía! 

―Me gusta como hablas ―le dije a un amigo cierto día― tu voz es agradable. 

Su rostro se iluminó, sonrió, y comenzó a contarme su gran sueño: Convertirse en locutor. También me dijo que nunca antes se lo había contado a alguien. Me sentí muy bien. Conocí mejor a otra persona. El experimentó buenas sensaciones. Como corolario, se creó entre nosotros un nexo de amistad más profunda. Para amar hay que conocer y para conocer hay que comunicar. 

La mejor secretaria que he tratado no fue precisamente secretaria sino una profesora de francés. Su mejor cualidad: sonreír y decir cosas positivas. A menudo he sostenido que su presencia cambiaba los ambientes en donde trabajaba. Lo positivo es contagioso. La alegría sana se expande rápidamente. 

Creo en la necesidad de aprender a elogiar, a decir con honestidad a otros lo que pensamos de ellos. 
Practicad el hábito de hablar bien de los demás. Pensad en las buenas cualidades de aquellos a quienes tratáis, fijaos lo menos posible en sus faltas y errores.[2] 
El momento es ahora. Nunca sabremos exactamente el efecto de nuestras palabras sobre la vida de otra persona. Nunca comprenderemos totalmente el significado que puede tener en ella un sencillo: “¡Bien! Me gusta lo que haces; creo que es muy bueno, ¡adelante!, estoy contigo”. 

Todos necesitamos en algún momento el reconocimiento, el aliento y la palabra afectuosa de otra persona. 

Los profesionales del deporte lo han entendido así desde hace mucho tiempo. Es por eso que se gastan enormes cantidades de dinero en implementar grupos de apoyo ―las llamadas “barras”―, cuyos gritos y vivas hacen más por el deportista que, muchos de los consejos recibidos de los directores técnicos. 

Conocí a un hombre en el norte de Chile que cultivaba mangos. Tenía fama de ser uno de los proveedores de la mejor fruta de la región. Un día le preguntaron cuál era su secreto y dijo algo que en ese instante pareció ridículo: 

―Le hablo con cariño a las plantas y limpio con cuidado sus hojas, como si fueran seres humanos. 

He leído más de un estudio que muestra evidencias para sostener que las plantas crecen mejor en un ambiente donde se les habla favorablemente y se les prodiga cariño. 

Sin intentar cuestionar o avalar dichos resultados, sólo me pregunto: Si así ocurre con las plantas, ¡cuánto más con los seres humanos! 
Demasiadas veces olvidamos que nuestros compañeros de trabajo [la familia, los amigos, incluso desconocidos], necesitan fuerza y estimulo, no dejemos de reiterarles el interés y la simpatía que por ellos sentimos.[3] 
Una de las tantas razones por las que me desagradan los funerales es porque son ocasiones en las que se escuchan melosos panegíricos y alabanzas extraordinarias. Me molestan porque precisamente el homenajeado está muerto y ya no está para escuchar los elogios y palabras de gratitud. ¿Se han dado cuenta que no hay muertos malos? Todos son extraordinarios, si algunos de ellos hubieran escuchado las palabras que se dicen de ellos en los funerales, tal vez, distinta habría sido su vida. 

No esperemos a que nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares, conocidos o nuestros semejantes hayan fallecido para decirles cuánto apreciamos su compañía. 

Simplemente, digámoslo antes que sea demasiado tarde. 

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

[1] Norman Vincent Peale, El poder del pensamiento tenaz (Barcelona: Grijalbo, 1980), 249.
[2] Elena de White, Ministerio de curación (Buenos Aires: ACES, 1977), 392.
[3] Ibid., 393.

lunes, 18 de octubre de 2010

Señor… ¡Sálvame!... ¡de mis hermanos!

Hace algunas semanas me vi en medio de una polémica que no busqué ni quise. Me comenzaron a llegar cartas de algunos pastores que están en un foro de ministros, al cual alguna vez pertenecí. Varios me escribieron preocupados porque alguien hizo algunas acusaciones en mi contra (no menciono el nombre para no generar más polémica, no viene al caso, sólo quiero reflexionar).

La persona que se refería a mi lo hacía en términos tan ácidos y descalificadores que al comienzo pensé que era algo que habría escrito algún enemigo del evangelio, sin embargo, mi sorpresa fue tal al comprobar que esa persona es un pastor, una persona que por su investidura se supone que debe tener el más alto estándar ético. Su carta plagada de descalificaciones, mentiras, imprecisiones y medias verdades, que es a fin de cuenta otra forma de engaño, se refería a mi persona incluso en términos vulgares.
Mi primera reacción fue de enojo, pero luego pensé: ¿Qué he hecho?

La razón de las varias cartas que dicha persona envió a ese círculo eran simplemente una reacción a una opinión diferente respecto a una de las respuestas que he dado en otro blog dedicado a contestar inquietudes que suelen hacerme, y que desde hace tiempo, por exceso de trabajo no he podido continuar. Mis preguntas abiertas y sin dobles intenciones son:
¿Cómo pretendemos hablar del amor de Dios si no vivimos dicho amor entre nosotros? 
¿Cómo podemos los cristianos aparecer como modelos éticos si no seguimos las bases éticas que Jesús enseñó? 
Dicha persona que me ha descalificado y que seguramente, fiel a su estilo, seguirá denigrándome donde pueda, nunca ha hablado conmigo personalmente ni me ha escrito para corroborar algunas informaciones que se dedicó a proliferar sin confirmar si eran o no verdad.
¿Cómo podemos predicar “la verdad” si no somos fieles a la verdad y nos dedicamos a transmitir mentiras y engaños sobre otros? 
¿Qué ejemplo le damos a otros del amor de Dios si tratamos a nuestros hermanos peor que a nuestros enemigos? 
He sido cristiano desde la niñez y créanme que con los años mis peores heridas han venido de otros cristianos. Las palabras más mordaces e hirientes las he escuchado de labios de personas que luego estaban en la iglesia con “cara de santos” cantando sin culpabilidad: “Amémonos hermanos de corazón”.

¡Qué espectáculo damos al mundo!

¡Qué terrible espectáculo damos a quienes supuestamente debemos llevarle la palabra de Dios! De un Dios que no miente ni engaña de ninguna manera.

George Knight, un escritor a quien suelo leer continuamente, dice en uno de sus libros:
“A menudo era capaz de predicar un sermón titulado "Por qué no me gustan los adventistas" y lo cierto es que no me gustan, pero acabé dejando de presentarlo porque sonaba un tanto negativo. Naturalmente, no tenía objeciones si eran cristianos aparte de ser adventistas. Pero si solo eran adventistas, ¡Dios nos ampare! He aquí la causa: Una vez conocí a un adventista del séptimo día que era peor que un diablo. En realidad, en una ocasión conocí incluso a un vegetariano estricto que era tan despiadado como el diablo. Para que tenga algún valor, nuestro adventismo debe estar inmerso en el cristianismo. Sin esa inmersión, no es mejor que cualquier otro "ismo" para gente crédula”.* 
Y esta última parte que me interesa para reflexionar. Si nuestra ética y conducta diaria no es diferente de la de un no cristiano, entonces, ¿qué hacemos predicando sobre Jesucristo? No basta ser parte de una congregación, ni siquiera como en el caso de este pastor (dudo al llamarlo así) llevar las credenciales ministeriales, es preciso que en nuestra vida diaria tengamos un sentido ético que nos permita tratar a los demás diferente a como lo haría alguien que no conoce a Dios.

Friedrich Nietzsche escribió alguna vez:
“El mejor argumento contra el cristianismo son los cristianos”. 
Lamentablemente, tengo que reconocer que tiene razón, si alguien leyera lo que de mi ha escrito este varón que se hace llamar pastor, probablemente coincidiría conmigo.

¿Qué es ser cristiano? 

Una posibilidad es que el cristiano represente a una persona que defiende una doctrina a como dé lugar y con los métodos que sean. Eso ya lo hemos vivido en el cristianismo y la inquisición con su gama de atrocidades es la muestra más patente de dicho espíritu.
Hace algunas semanas atrás un clérigo norteamericano abogaba para quemar ejemplares del Corán, otra manera de vivir el espíritu intolerante. Vi sorprendido en CNN a un grupo de cristianos de otra congregación haciendo muestras de intolerancia en funerales de soldados norteamericanos, sin ninguna consideración por el dolor de los deudos. No dudo que la persona que en estos días me ha atacado tan fieramente que si viviéramos en el siglo XVI me habría enviado a la hoguera y se habría sentido feliz y satisfecho de hacerlo. Si alguien quiere leer más de este espíritu y atrocidades, un buen libro es los cinco tomos de Karlheinz Deschner, Historia criminal del cristianismo (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1990), que aún cuando uno pueda discrepar de su visión ideológica, es innegable que los hechos históricos confirman una línea de intolerancia digna de las atrocidades más horrendas del nazismo.

Otra posibilidad, ligada a la anterior es considerar que los cristianos tienen la última palabra y que nadie puede decirles nada acerca de equivocaciones. Esta forma de ver la realidad ha generado el dogmatismo que lleva al fanatismo sectario. La forma más contradictoria de este principio es el concepto de infabilidad defendido por una parte del cristianismo, que nadie puede desafiar. Aún me indigna pensar en la reacción que hubo cuando Hans Küng se atrevió a desafiar este concepto con su libro ¿Infalible?: Una pregunta (Buenos Aires: Herder, 1970) o cuando Leonardo Boff se atrevió a analizar la supuesta jerarquización basada en la infabilidad con su libro Iglesia, carisma y poder (Santander: SalTerrae, 1992). Ambos sacerdotes fueron silenciados y denostados de la forma más burda, simplemente, por atreverse a sospechar que no siempre podemos tener la razón en todo, por mucho que nos llamemos cristianos.

Otra manera de ser cristianos es ser ascetas, es decir, alejarnos de todo contacto con el mundo creyendo que de esa forma podremos vivir mejor nuestra religión. Dicha forma de vivir olvida el concepto bíblico de Jesús: “No te pido que los retires del mundo” (Juan 17:35). El ascetismo ha generado una forma de expresión del cristianismo alejada de la realidad, que en muchos sentidos, es tan dañina como la militancia inquisidora.

Otra forma es considerar al cristianismo como una filosofía de vida ligada a una ética de la conducta más que a un cuerpo doctrinal específico. El liberalismo cristiano ha terminado en ese plano siendo nada más que un conjunto de normas éticas y las iglesias una especie de clubes de defensa moral.

Semejante a lo anterior se encuentran aquellos grupos cristianos que sienten que el emocionalismo es la mejor expresión del cristianismo. En dicho contexto tampoco interesan las doctrinas claras y objetivas, sino sólo lo vinculado con los sentimientos y las emociones, no importa lo que dice la Palabra sino lo que siendo respecto a ella. Cada individuo se convierte en norma religiosa.

Finalmente, otra opción es la de aquellos que creemos que el cristianismo no consiste en defensa de doctrinas al grado de descalificar a otros y condenarlos. Tampoco en aislamiento para apartarse de otros para vivir una vida cristiana separada. Ni emocionalismo irracional ni defensa de dogmas desprovistos de sentido común.

El cristianismo es una forma de vida que se sustenta en la convicción profunda de que cada ser humano es pecador y que Dios en su misericordia ha provisto un plan de redención para todo aquel que lo acepte. Somos seguidores de un Jesús de esperanza y sanidad, que otorga sentido y propósito a la vida de los individuos. No de un Jesús que vino a condenar y maltratar a otros.

Evidentemente la Escritura se convierte en una fuente autoritativa de información y Jesucristo en el modelo a seguir en la forma de vivir e interactuar con otros. En ese contexto cada cristiano se convierte en el agente de reconciliación para otros que no han tenido la posibilidad de conocer a Dios.

Esta tarea debe ser hecha con amor, tolerancia y sin utilizar recursos de manipulación, engaño, medias verdades, descalificaciones ni nada que se asemeje a métodos usados por quienes no conocen a Cristo.

Conclusión 

Jesús nos invita a amar a nuestros enemigos, no necesariamente gustarnos lo que hacen, eso implica no caer en las argucias ni artimañas de quienes pretenden a nombre de lo que sea, destruirnos. Estoy tentado a escribir de ese ministro que seguramente está luchando con ser fiel a su conciencia: “Dios, perdónalo, porque no sabe lo que hace”, pero después he pensado: “¿Y si sabe lo que hace?”… sería terrible pensar eso, así que prefiero quedarme con la primera oración, al menos, me da la convicción y la tranquilidad de saber que tenemos un Dios de amor que no nos condena, ni nos maltrata ni siquiera en defensa de la verdad.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.


*George Knight, La visión apocalíptica y la neutralización del adventismo (Buenos Aires: ACES, 2010), 10.

viernes, 1 de octubre de 2010

El decálogo en términos positivos

Siempre me ha llamado la atención la tendencia a la negatividad que se expresa en algunos párrafos de la Escritura, especialmente en el Antiguo Testamento. Es posible que la religión de intolerancia que se vivía en el Antiguo Cercano Oriente en ese momento, y que aún se vive en la actualidad, los hiciera respirar negatividad, antes que positividad. La ley del ojo por ojo y diente por diente los había hecho confundir las cosas y observar con una mirada fría, legalista y llena de crueldad a todo aquel que de algún modo fallara.

He pensado: ¿Qué tal si entendemos el decálogo en términos positivos? Si en vez de los “no” que impregnan los diez mandamientos, empezáramos a mirar los principios positivos que hay detrás de ellos y que posiblemente no hemos entendido con claridad, precisamente por su insistencia en la negatividad. Jugando con las palabras para dejar el sentido primario de lo que allí dice esto es lo que resulta, a ver si eso nos hace ver la realidad con otros ojos, unos tal vez menos intolerantes y más apegados a la mirada de amor de un Dios que está lleno de benignidad.



1. Pon a Dios en primer lugar en tu vida. 

2. Relaciónate con Dios sin imágenes porque Dios habita en ti sin necesidad de medios que te alejen de su verdadera esencia. 


3. Pronuncia el nombre de Dios con el respeto que merece el saber que él gobierna todo, y desea ser Señor de tu vida, no sólo una cábala para que repitas sin pensar. 

4. Una vez a la semana, cesa de lo que haces cotidianamente y dedícate a descansar en el Dios que te redime. Que él sea tu descanso y paz. 

5. Dale a tus padres el lugar que corresponde en tu vida, para que tu vida tenga sentido y finalmente sea próspera. 

6. Respeta la vida de todo ser humano. 

7. Se fiel. 

8. Respeta los bienes ajenos. 

9. Di la verdad. 

10. Aprende a vivir feliz con lo que tienes.


© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.