martes, 28 de junio de 2011

El concierto

En este momento estoy escuchando el Concierto para Piano No 1 de Pyotr Ilyich Tchaikovsky o Peter Tchaikovsky, tal vez una de las obras más conocidas del maestro o la más popular. Suelo escucharla cuando estoy triste, me levanta el ánimo, me energiza, a ratos me hace reír y soñar, en otras me imagino que voy trotando a la orilla del mar, dando pequeños saltos mientras sonrío como un niño. La cadencia de la música me lleva por momentos de reflexión, hacia pasadizos más tranquilos y cuando pareciera que me voy a adormecer en alguna ensoñación el maestro me despierta con la orquesta en un crescendo sublime.

La música tiene la capacidad de transportarnos, de mostrarnos mundos mejores, de ayudarnos a ver que detrás de la política, el poder, la traición, las mafias y todo lo que descompone este mundo hay armonía. La música nos da luz, nos mueve a mirar más allá de la oscuridad.

Esta noche vi una película hermosa, quiero recomendárselas. No es de cine comercial, así que seguramente no la encontrarán en Cinepolis o Miramax o alguna cadena de cines que al igual que las cadenas de comida rápida, generalmente ofrecen lo “digerible”, la comida chatarra, la que comen los que perdieron el gusto por la comida… Para ver esta película probablemente tendrán que hurgar en algún VideoClub especial o comprarla por internet o verla online en los sitios que tienen películas para ver.

La película se titula “El concierto”, es francesa, sé que probablemente arrugarán la nariz, acostumbrados como muchos están al cine chatarra que viene de EE.UU., la mayoría ha perdido el gusto por el cine europeo, sin embargo, es una película hermosa, con algunos momentos débiles, pero con mensaje esperanzador. Le concert, se estrenó el año 2009.  Fue dirigida de manera magnífica por Radu Mihaileanu quien también hace el guión. Mihaileanu es genial para combinar drama y comedia, de una manera que hace reír a carcajadas y también emociona hasta las lágrimas.

Mihaileanu, director francés de origen rumano, sigue en la tradición de escribir guiones donde se ocupa de la injusticia, la pobreza, y los males sociales que no deberían tolerarse nunca. Lo vimos en Va, vis et deviens, 2005 (Vete y vive) con el niño etíope aprendiendo a ser judío en medio de la hostilidad y el racismo; en Trahir, 1993 (Traidor) con el periodista que lucha por mantener su identidad en una tétrica mazmorra comunista de Budapest; y en el Train de Vie, 1998 (El tren de la vida), que cuenta la historia de un grupo de judíos que para sobrevivir inventan un tren de prisioneros que son llevados a un guetto y donde para ser realistas algunos de ellos tienen que hacer de soldados nazis.

En esta ocasión, en El concierto, estelarizado por Aleksei Guskov, Mélanie Laurent, Dmitri Nazarov, Valeriy Barinov, François Berléand, Miou-Miou, Lionel Abelanski, Vasile Albinet, Laurent Bateau y Ramzy Bedia, en una producción Franco, Belga, Rumana e Itálica se juntan todos los elementos de una comedia a ratos superficial con un drama de profundas reflexiones.

Recibió cuatro nominaciones para los Premios Cesar 2009 y obtuvo uno por mejor música y otro por sonido. En el 2010 en los Premios Cine Europeo fue nominada al mejor guión, y también el año pasado recibió el premio David di Donatello al mejor film del año de la Unión Europea.

La cinta narra la historia de Andreï Filipov, el mejor director de orquesta de la Unión Soviética, que estaba al frente de la célebre orquesta del Bolchoï en tiempos de ese personaje oscuro y tétrico que fue Brézhnev. Fue destituido abruptamente, pues se negó a despedir a los músicos judíos, entre los que estaba Sacha, su mejor amigo. La película comienza en algún momento treinta años después, con Filipov que sigue trabajando en el Bolchoï, pero ya no como el mejor director de orquesta de su época sino como el encargado de la limpieza del teatro.

Una tarde en que se queda trabajando hasta muy tarde, descubre un fax dirigido al director del Bolchoï, en el que el Teatro del Châtelet de París invita a la orquesta a dar un concierto en Francia. Entonces, a Andreï se le ocurre una idea absurda: reunir a sus antiguos amigos músicos con el fin de que suplanten a los músicos oficiales del Bolchoï. Sería una oportunidad única de tomarse la revancha. El resto de la trama se centra en armar el viaje y finalmente el arribo a Paris y la preparación para el concierto.

El momento culminante es el concierto mismo, cuando finalmente los antiguos músicos se unen en una armonía espléndida y la violinista, estrella internacional invitada, descubre al fin su pasado y cómo se convirtió en la mujer que es y por qué es una virtuosa del violín.

Sin embargo, no es la historia de un director de orquesta ruso caído en desgracia en el contexto de la tiranía comunista, eso sería muy fácil de narrar, es una crítica a los excesos del poder, un canto a la lealtad, una muestra de que es posible sobrevivir a una dictadura bestial, y aún seguir creyendo en que la belleza de la música logra transportarnos a lugares mejores y más armónicos.

En la película se observa la parodia al poder, que no importa de qué lengua ni de que geografía se trate siempre tiene la misma connotación de autoexaltación que ante la belleza de la música y la armonía aparece como una mueca bufonezca. Los actores secundarios del poder, megalómanos sin escrúpulos, los que alguna vez en Chile se les llamaba eufemísticamente “los mandos medios”, que normalmente llevan su función de titiritero hasta su máxima expresión de bufón indigente de dignidad y de sentido de humanidad, y que sólo son los brazos macabros del poder dominante, lacayos del infierno, aparecen como lo que son, pequeñas ratas de alcantarilla, sobreviviendo a como dé lugar, aunque eso signifique pisotear la dignidad de otros o desterrar a Siberia a los disidentes.

Andrei Filipov (protagonizado por Aleksei Guskov), es en 1981 el director de la orquesta Bolshoi que es despedido junto con los músicos judíos de la orquesta. Sobrevive los próximos treinta treinta años limpiando los pisos de la sala de conciertos confiando en que en algún momento llegará su oportunidad para terminar de dirigir el concierto de Tchaikovsky que le fue arrebatado en plena función cuando un funcionario, un títere del poder, lo interrumpió humillándolo en público. La violinista principal (judía) es arrestada junto a su esposo y ambos mueren en un gulag de Siberia.

Al final, en un fin inesperado, la historia se cierra en lo que debe ser siempre la vida… encontrar sentido, entender que siempre el bien termina triunfando sobre el mal. Una parábola a la vida, a la confianza, a la alegría. Todo teniendo como telón de fondo la magnífica música del maestro, el Concierto para violín de Tchaivskoski.

Una película hermosa que da lo que da la vida, risa y reflexión. Los consumidores de risa absurda y chatarra a lo Jim Carrey, Will Ferrell, Owen Wilson, Eddie Murphy, Jeff Daniels, Seth Rogen, Adam Sandler, Jack Black, Ben Stiller, Seth Rogen, Zach Galifianakis y otros cultores bufones del género, por favor, abstenerse, Le concert podría hacerles daño, los haría reír, pero también pensar… y eso no es muy común en la chatarra de la comedia norteamericana.

***

P.D.: Una vez a la semana iré poniendo una reflexión basada en cine, espero que eso nos ayude a pensar que hay otras formas de ver la vida, más allá de los estrechos pasadizos del prejuicio, el dogma y el absurdo de decir que no se ve cine, cuando se dan atracones de 10 horas en el silencio de su habitación.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

sábado, 25 de junio de 2011

Mi universo

Me encanta la música. Escucho música todo el día y a toda hora. Cuando estoy trabajando o leyendo, mi mejor forma de concentración es con música. Sólo que debo leer con música sin letra, de otro modo, me desconcentro. Cuando salgo a caminar o me dirijo a algún lugar, invariablemente voy con mi Ipod.



Hoy reflexionaba en qué canción cristiana es la que más me ha impactado en el último tiempo y sin duda es “Mi universo” de Jesús Adrian Romero, según mi apreciación subjetiva, el mejor canto cristiano escrito en los últimos años. La música la encuentro genial y la letra me recuerda la necesidad de hacer de Dios no sólo un anexo a mi vida, sino que sea todo mi universo.

Que seas mi universo / no quiero darte solo un rato de mi tiempo / no quiero separarte un día solamente”.

Creer que la adoración a Dios se circunscribe a un día no sólo habla de dogmatismo, sino de una vinculación infantil con Dios. Necesitamos aprender a incorporar a Dios en todo lo que hacemos, en todo lo que somos.

A veces solemos jactarnos de que “guardamos” (palabra que está mal usada) un día para el Señor… no me gusta la idea, ni de “guardar” (me suena a encajonar) ni de hacerlo un día. No somos cristianos por un día, sino cristianos de 24 horas. Cuando no lo entendemos nuestra vinculación cristiana se convierte en mero formalismo litúrgico.

Que seas mi universo / no quiero darte mis palabras como gotas / quiero un diluvio de alabanzas en mi boca”.

Del mismo modo, creer que la alabanza es para la iglesia, también es infantil y dogmático. Cuando escucho frases como “voy a la iglesia a alabar”, “el templo es para la adoración”, pienso en cuánto daño ha hecho al cristianismo el proceso que inició el emperador Constantino con su falsa conversión al cristianismo y con el invento de los templos, haciéndolos cada vez más fastuosos, opulentos y lejos de la sencillez del evangelio. De hecho los templos fueron planeados para la pasividad y entender a Dios lejano. Cuan alejado de la idea que tenían los apóstoles de vínculo, comunión en pequeños grupos que se reunían en las casas para dar testimonio y gozarse mutuamente de las bendiciones de Dios.

En todo momento, no sólo en lo que hablamos sino en lo que vivimos, es preciso alabar a Dios. La alabanza es un estilo de vida, no una forma litúrgica carente de vida y convertida en mera actuación de especialistas. En el modelo de la alabanza bíblica, no hay lugar para expertos en la alabanza, cada cristiano está llamado a alabar en su forma y en un acto sólo con Dios, no como “parte especial” o simplemente show mediático.

Que seas mi universo / Que seas todo lo que siento y lo que pienso”.

Llenar de Dios nuestros pensamientos, hacer de Dios nuestro horizonte, el norte que guíe nuestras conductas. Cuando lo perdemos de vista, sin duda, todo cambia y estamos proclives a desviarnos.

Nuevamente no se trata de escuchar a otras personas que nos digan qué creer, sino de vincularnos personalmente con Dios para permitir que él inunde con su Palabra y el Espíritu Santo nuestra mente.

Que seas el primer aliento en la mañana / y la luz en mi ventana”.

Los que me leen ya saben que la peor hora del día para mi es la noche cuando hay que ir a descansar, nunca he superado ese sentimiento infantil de que hay tantas cosas para hacer y viene la noche y nos interrumpe. Por eso, mi mejor hora del día es la mañana, especialmente la madrugada. Abro los ojos con alegría, con el sentimiento de que es hermoso estar vivo.

Sentir que en las primeras horas del día contamos con la presencia de Dios es inigualable. Es algo personal, no es colectivo ni de grupos. Es una experiencia de individuos que se acercan en privado a la gracia para recibir la unción.

Que seas mi universo / Que llenes cada uno de mis pensamientos / Que tu presencia y tu poder sean mi alimento / oh Jesús es mi deseo”.

¡Qué hermosa oración! Cada cristiano debería anhelar lo mismo, ese sentimiento de que sólo la presencia de Dios en nosotros será nuestro “alimento”. Cuando recurrimos al formalismo para lograr esta experiencia, simplemente nos quedamos lejos de lo que Dios anhela darnos. Dios espera ser todo para nosotros, pero es nuestra la opción de darle un lugar. Dios nos respeta tanto que nunca se entrometerá en nuestras vidas en contra de nuestra voluntad.

Que seas mi universo / no quiero darte solo parte de mis años / te quiero dueño de mi tiempo y de mi espacio”.

Cuando escucho a algunos de mis alumnos decir que vienen a estudiar teología “para servir mejor al Señor”, me da tristeza, por su miopía, por la carga de prejuicios e ideas absurdas que tienen en su mente, por la cantidad enorme de conceptos erróneos que les han inculcado. Creer que se sirve al Señor sólo en el pastorado, no sólo es un error, es una herejía nacida en la mente distorsionada y depravada de clérigos medievales. Todos los cristianos estamos llamados a “darle los mejores años de nuestra vida a Dios”. Dios espera ser el dueño de nuestro tiempo y espacio, sólo si lo dejamos.

Se puede ser un buen servidor de Dios en cualquier tarea que emprendamos. Es un dogma medieval creer que hay servidores especialistas de Dios.

Que seas mi universo / no quiero hacer mi voluntad quiero agradarte / y cada sueño que hay en mi quiero entregarte”.

Dios se complace con un pedido de este tipo, precisamente porque es lo que quiere hacer, guiar a personas que lo acepten voluntariamente como guía.

Dios espera ser nuestro universo. Espera ser el aire que llene nuestros pulmones. Quiere estar a cada hora con nosotros. Desea que le demos lo mejor de nuestras vidas. Lamentablemente el plan maestro del enemigo de Dios, que consiste en la formalización de la religión ha dado paso a una religión de cultos, formas y liturgias, separado de la verdadera esencia de la fe que es la relación personal e individual del individuo con Dios.

Confío en que Dios sea nuestro universo en todo lo que hagamos.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 22 de junio de 2011

Campeones de la vida

Hay una antigua canción del cantante argentino Alejandro Lerner titulada “Campeones de la vida”, algunos de sus versos dicen:



“Aunque no me sienta bien,
aunque el tiempo pegue fuerte,
sé que voy a estar de pie.
Hierba buena nunca muere,
no se cansa de pelear,
aunque llueva, nieve, o truene
te tenés que levantar.

Aunque no hayan navidades
a la hora de la fe
cuando la campana suene
sé que voy a estar de pie”.

Anoche la escuché nuevamente. Son versos de esperanza. Que nos muestran que lo mejor de los campeones no son las victorias sino que aprenden a sobreponerse a las derrotas, se vuelven a poner de pie. Sólo es derrotado el que lo permite, el que cae bajo el peso de las circunstancias y se deja aplastar.

El granito más fuerte no lo vence más que la constancia de una gota de agua que cae vez tras vez sobre la misma superficie hasta que esta se quiebra.

Siempre habrá circunstancias difíciles. Siempre existirá momentos en que “el tiempo pegue fuerte”, pero la historia demuestra que quienes salen victoriosos son aquellos que no se cansan de luchar, que siguen, aún cuando todos ceden a su alrededor.

Levantarse, “aunque llueva, nieve o truene”, volver al ruedo, seguir en la carrera avizorando la meta, continuar aunque caigan los demás o dejen la maratón de la vida. Levantarse, siempre, sin dejar que el dolor, el mal, los errores o lo que sea nos hunda.

“Aunque no haya navidades a la hora de la fe, cuando la campana suene, sé que voy a estar de pie”. Levantarse porque no es liturgia, sino confianza. Ponerse de pie porque no se adora a un Dios de papel, sino a un ser real que invita siempre a seguir, a levantarse, a continuar.

La derrota está en la mente

Erik Weihenmayer, de 32 años, oriundo de Golden, Colorado, se convirtió en el primer ciego en llegar a la cima del Everest. Escalar esa montaña es una de las tareas más arduas que existen para cualquier montañista, no puedo imaginarme lo que es escalarla estando completamente ciego.

Weihenmayer llegó a la cima junto a cuatro amigos y su padre, que lo alentaron, lo acompañaron, y se prepararon junto a él. Además de ocho guías nepaleses expertos en este tipo de ascensión. Erik perdió la vista cuando tenía 13 años y comenzó a escalar montañas tres años después. Escaló el Everest siguiendo los sonidos de las campanas atadas a las camperas de su compañeros y de los guías. Antes de esta proeza había escalado el monte McKinley en Alaska, el Aconcagua en Chile y el Kilimanjaro en Tanzania.

Subió en todas las ocasiones siguiendo sólo el sonido de las campanas atadas a las ropas de sus acompañantes, todos escaladores expertos.

Esa es la clave, ascender siguiendo las campanas correctas. ¿Qué campanas estás siguiendo? ¿Quién marca el sonido de tu sendero? ¿Quién te muestra la senda para seguir?

Escuchar el sonido correcto es la clave para no dejarse derrotar. Todos los días escuchamos mensajes derrotistas. Ideas cargadas de negativismo. Mirar la montaña que tenemos por delante y seguir, avanzar, paso a paso, lentamente, pero avanzar.

La derrota está en nuestra mente, no en las circunstancias.

Cruzar los mares en solitario

Estaba en Australia el día en que el país se paralizó literalmente, todo el mundo estaba pegado al televisor. No era un partido de futbol ni una catástrofe, ni siquiera un informe de la banca de Walt Street, todo el mundo estaba contemplando la llegada de Jessica Simpson, una adolescente australiana de 16 años, la persona más joven en dar la vuelta al mundo en solitario a bordo de un velero de diez metros de eslora. Recorrió 42.000 kilómetros desde Sydney, el mismo lugar a donde llegó de vuelta. Estuvo siete meses en el mar, sin más compañía que su barco y el mar. Llegó a Sydney seis días antes de cumplir los 17 años.

Fue emocionante ver a los cientos de veleros que salieron a la bahía de Sydney a recibirla, mientras los helicópteros de los canales de televisión filmaban la proeza. En el puerto miles de personas, entre los que estaban sus padres y hermanos, la esperaban.

¿Siete meses solitaria? No puedo imaginar la fuerza de voluntad que se necesita para realizar una proeza de este tipo.

Lo interesante es que ese fue su segundo intento, porque el día en que salió, tuvo un accidente y se rompió el mástil mayor de su velero. Tuvo que esperar varios meses para intentarlo de nuevo. Lo más probable es que otras personas se hubieran desanimado, pero ella persistió. Estaba corriendo contra el tiempo. Quería ser la persona más joven en lograrlo y tenía que hacerlo pronto, o no podría.

Nuestro propio mar y Everest

Todos tenemos un Everest que escalar y muchos lo hacemos a ciegas. Sin tener puntos de referencia. Sólo guiados por el sonido de nuestros compañeros. Si seguimos, no cejamos, no permitimos que las circunstancias nos aplasten, algún día podremos contemplar el mundo desde la cima.

Todos tenemos un océano que atravesar. Problemas, enfermedades, conflictos interpersonales, ausencias, amores fallidos, desengaños, fracasos escolares, reveses económicos, desánimos espirituales, conflictos familiares, amistades traicioneras, no existe persona que no tenga un mar de incertidumbres acechándoles. Lo que marca la diferencia entre perdedores y ganadores, es que los primeros se echan a morir al primer escollo de la ruta. Los otros, al igual que Jessica Simpson, se reponen aunque eso signifique rehacer el bote completamente.

Vivir es dar la pelea todos los días.
Vivir es no dejarse vencer.
Vivir es mirar al futuro con esperanza, no importa si lo que mi día me muestra es sólo oscuridad. Vivir es no dejarse llevar por la derrota, ni permitir que otros nos convenzan de que no es posible.

Según los expertos en aerodinámica el abejorro no puede volar a causa de la forma y el peso de su cuerpo en relación con la superficie de sus alas. Pero el abejorro no lo sabe y por eso sigue volando. Nunca se ha detenido a escuchar a los que dicen: ¡No se puede!

De hecho, las más grandes proezas de la vida han sido efectuadas por personas que no creyeron en la frase preferida de los derrotistas: ¡No se puede! Ellos dijeron: ¿Por qué no? Y siguieron contra viento y marea, ¿y tú?

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

martes, 21 de junio de 2011

Ser padre en un mundo de madres

El día que supe que Mery estaba embarazada me quedé pasmado, no porque no lo hubiéramos planeado, ni porque no lo quisiera, sino porque tomé plena conciencia de lo que significaba, la responsabilidad que conllevaba y todo lo que implicaba ser padre. El día en que Mery Alin nació fue más especial aún, no sólo porque ese día vi por fin su rostro, sino porque tomé conciencia de la fragilidad de la vida de una manera arrolladora, el mismo sentimiento que se repitió cuando nació Alexis Joel.

Era capellán del Colegio Adventista de Las Condes, en Santiago, Chile. Los colegas me habían bromeado de varias formas en los días anteriores, así que cada vez que me decían, “Miguel tienes que irte al hospital tu esposa va a dar a luz”, ahora respondía con escepticismo creyendo que era una más de las bromas que me habían hecho. Estaba enseñando una clase y llegó Matilde, la inolvidable secretaria que teníamos y me dijo:

―Miguel Ángel vete al hospital, ¡tu esposa llamó!, ya está en pabellón para dar a luz.

Le sonreí, le di las gracias, y cerré la puerta del aula, y seguí haciendo clases. Estaba decidido que esta vez no me iban a sorprender en una broma.

Luego vino otro profesor, un tanto molesto y me dijo:

―¡Tienes que irte! ¿Qué haces aquí? ¡Deja la clase!

También le sonreí, le dije que esperaría al recreo y seguí, pero al minuto siguiente vino Marcelo Carvajal, el director y con una cara muy seria me dijo:

―Miguel, no estamos bromeando, tu esposa está en el hospital.

En ese momento tomé conciencia del asunto. Se me aceleró el corazón. Mis alumnos del último año de secundaria comenzaron a gritar y a decirme que me apurara. Bajé las escaleras dispuesto a correr a la calle y encontrar el primer taxi que encontrara, cuando en ese momento el orientador del colegio, con el cual compartíamos oficina, Jorge Larrondo me dijo amable:

―Yo te llevo, ¡vamos!

Me subí a su auto, una antigua Renault 4, la famosa “renoleta” como se la conocía en Chile. Teníamos que atravesar una buena parte de Santiago. Nunca sentí un vehículo que avanzara tan lento. Cuando al fin llegamos al Hospital Paula Jara Quemada, donde nuestro médico era el jefe de obstetricia, Jorge me dejó y se fue a sus responsabilidades, Mery ya estaba en el pabellón, había ido a un control normal, y cuando llegó iba con trabajo de parto y no se había dado cuenta.

Me quedé en la sala de espera de la maternidad. El médico me había invitado a estar en el parto, pero desistí, le conté que tenía muy poca resistencia al dolor ajeno y que temía que me tuvieran que sacar en camilla, prefería esperar allí. La sala estaba vacía, y así se mantuvo por horas. Pero pronto noté que algo extraño sucedía. Entraba y salía gente, vino un médico corriendo. Me acerqué a la persona que atendía la ventanilla y me dijo con cara de circunstancia que me tranquilizara, que si algo pasaba me lo dirían. Cuatro horas después, sin que nadie me hubiera dicho nada, salió el médico que la estaba atendiendo, habíamos hablado muchas veces, pensé que lo vería sonriente pero noté enseguida que venía preocupado y traía unos papeles en la mano. Lo primero que me dijo sin anestesia:

―Su hija nació hace varias horas ―En ese momento me enteré que era padre de una niña.

El problema es su esposa. Hemos descubierto que tiene un problema. Se da una en un millón (me saqué la lotería pensé suspirando). Al ver mi cara de espanto me dijo:

―Tiene inercia uterina. ―Al ver mi expresión de signo de interrogación me explicó que lo normal es que cuando se produce el alumbramiento, el útero se contraiga, sin embargo, eso no había ocurrido. Eso provocaba desangramiento y mi esposa corría el riesgo de morir desangrada― Ya le hemos hecho tres transfusiones y no es suficiente. Si no resulta tendremos que extirparle el útero, por eso necesito que firme la autorización.

Medio temblando tomé el papel y se lo entregué. Me quedé solo, sin tener a quién llamar. Fueron cinco horas más, esperando, preguntando, orando, cuando al fin me dijeron que el peligro había pasado, ya estaba oscureciendo. Había llegado en la mañana y me quedé todo el día con el corazón en la mano.

Sólo pude verlas al otro día. Cuando tuve a Mery Alin en los brazos me daba miedo quebrarla. Se veía tan pequeña. La besé en la frente y me quedé con una sensación encontrada, estaba feliz por su nacimiento y preocupado por su madre que había padecido tanto el día anterior.

Casi seis años después decidimos tener a Alexis. El parto estaba programado. Todo fue distinto. El médico estaba advertido desde un comienzo. Mi esposa pasó la mayor parte del embarazo con cuidados extremos, la mayor parte del tiempo en cama. El parto sería por cesárea, la forma conocida de evitar la inercia uterina. Pero, ese día tampoco fue normal.

Cuando nació nuestra hija abandoné el ministerio con el fin de prepararme mejor y me fui a estudiar a la Universidad de Concepción. El día en que se programó el nacimiento de mi hijo, fue el día en que la Universidad decidió que debía defender mi tesis de Licenciatura en Filosofía. No había forma de cambiar una comisión de tesis. Conocía lo estricto que eran en la facultad, así que no hice ni el intento de cambiar la fecha. Llevé a mi esposa a la Clínica Alemana de Concepción, y luego de dejarla internada, me fui a la universidad. Pero, cuando llegué me encontré a boca de jarro con el profesor que era consejero de mi tesis, el Dr. Patricio Oyaneder, que me quedó mirando pasmado y se sacó su infaltable pipa de la boca y me dijo:

―¿Usted qué hace aquí? ¿No debería estar con su esposa?

Me quedé mudo, quise titubear algo y el sonriendo me dijo:

―Su compañero Sergio Avendaño vino a hablar y a pedir que cambiáramos la fecha, nos explicó que hoy día su esposa daría a luz. Así que aunque no fue fácil cambiamos la fecha. Vuelva en un mes a la defensa. ―Y sonriente me despidió deseándome suerte.

A veces juzgamos mal a las personas. Ese día aprendí una gran lección acerca de personas que de pronto las pintamos como si fueran inalcanzables y nos sorprenden con esos gestos de humanidad.

Cuando llegué a la clínica Mery ya estaba en el pabellón. Me reí, era la segunda vez. El médico también me había invitado a estar presente y amablemente le dije que si le hacían cesárea definitivamente me tendrían que sacar en camilla a mí. Me quedé en la pieza esperando que terminara el alumbramiento.

Una hora después, trajeron a Mery, que venía sedada. Una enfermera amablemente me invitó a conocer a mi hijo, así que partí con ella a la sala de incubadoras. Había dos padres y una pareja de abuelos que miraban embobados a esos niños que parecían iguales, miraba y no veía a ningún niño que se pareciera a mi o a mi esposa. La enfermera me guió y me dejó al lado de la incubadora donde estaba mi bebé plácidamente durmiendo. Me quedé embobado, con la misma cara que tenían los otros padres presentes. Luego me dirigí a la pieza. Una amiga se había quedado cuidando a nuestra hija y ya la había traído. La tomé en brazos y la llevé a conocer a su hermanito y le di el trabajo que cualquier visita que viniera ella sería la que guiaría a las personas para que conocieran a Alexis Joel. Eso le encantó. Desde muy niña había mostrado una personalidad extrovertida, y quería además integrarla a la fiesta.

En la tarde comenzaron a llegar los amigos, compañeros de trabajo y… mirones… que nunca faltan. A todos les había dicho que no se atrevieran a llevar algún regalo al niño si no le llevaban también algo a la niña. No quería que ella se sintiera que era adorno circunstancial. Así que mi hija estaba encantada no sólo de hacer de guía sino porque pronto entendió que llegaban con regalos, pero para ella todos tenían uno. Yo había hecho provisión por si llegaba algún volado sin regalo, así que tenía un par de paquetes de galleta escondidos, que tuve que pasarle a uno que se olvidó para que se lo diera a mi hija.

El último día, de los tres días que estuvo hospitalizada noté que en la sala de incubadoras había una pareja, ella con bata y él esposo a su lado, ambos tomando la pequeña manita de un niño que se veía más pequeño de lo normal. Ambos lloraban en silencio. Pregunté y me contaron que el niño había nacido con una malformación, que había pocas posibilidades de que sobreviviera. Me quedé melancólico y con sentimientos encontrados.

Al siguiente día, mientras me iba a casa con mi esposa y de la mano de mi hija, y teniendo en brazos a Alexis Joel, supe que el niño que había nacido el día anterior había muerto. Imaginé el dolor de aquellos padres. Mirando a mi hijo comprendí cuan frágil es la vida. En dos ocasiones había recibido la misma lección.

Han pasado más de dos décadas desde que nació Mery Alin, ella está casada, vive en España, ya está hablando de ser madre… el ciclo continúa. Alexis Joel vive en Argentina, está por casarse, el ciclo seguirá. Ahora se han agregado otros dos hijos, Denis esposo de Mery y Katy, novia de Alexis. El ciclo se completa.

Para el día del padre, los cuatro me hablaron. Por email y por Skipe y me hicieron feliz con recordarme y decirme lo que soy para sus vidas.

En general no me gusta el día de los padres. Para el día de las madres se tira la casa por la ventana, pero para celebrar a los padres no es lo mismo. Este escrito es un acto de protesta. Los padres no tenemos dolores de parto, pero sufrimos de la misma manera. No llevamos un hijo en el útero, pero sabemos que cuando nace nuestro/a hijo/a la vida nunca será igual.

Mis hijos me han cambiado. Ellos han sido mi mejor escuela. Me han dado un por qué vivir. Son el horizonte de mi vida. Si los perdiera tendría el resto de mi vida un hueco en mi corazón que no podría cerrar con nada. Si los defraudara, sería muy difícil vivir de la misma manera. Ellos han llenado mi horizonte. Me han dado alegrías que nunca pensé tener. Mery Alin es un tromba que me llena con su energía y creatividad; Alexis Joel con su tranquilidad y ganas de vivir, me muestra el otro lado de la moneda.

Los hijos que llegaron me han enriquecido. Denis con su parsimonia y tranquilidad, Katy con su energía de huracán, ambos han completado el cuadro. 

Denis - Mery Alin - Alexis Joel - Katy
Al verlos a los cuatro no puedo dar más que las gracias a la vida, por darnos tales alegrías. Gracias a Dios por darnos el privilegio de ser formados por los hijos, los grandes maestros de la vida de los padres. Quiero brindar por eso, aunque sea con agua de Jamaica. ¡Salud hijos míos! ¡Gracias por el privilegio de ser su padre!

A todos los padres los animo a brindar con sus hijos, un hijo siempre es un canto a la vida, los propios y los que llegan de la mano de nuestros hijos. No perdamos la oportunidad de abrazarlos y decirles cuán importantes han sido en nuestras vidas. Si no se les dices te habrás perdido un privilegio de oro, una oportunidad de dar gracias por la vida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

Serenidad

Se atribuye al teólogo luterano de origen norteamericano Reinhold Niebuhr, el haber escrito la siguiente oración:


“Dios, concédeme la serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
el valor para cambiar las cosas que puedo
y la sabiduría para conocer la diferencia;
viviendo un día a la vez,
disfrutando un momento a la vez;
aceptando las adversidades
como un camino hacia la paz;
pidiendo, como lo hizo Dios,
en este mundo pecador tal y como es,
y no como me gustaría que fuera;
creyendo que Tú harás
que todas las cosas estén bien
si yo me entrego a Tu voluntad;
de modo que pueda ser
razonablemente feliz en esta vida
e increíblemente feliz Contigo en la siguiente.

Amen”.
A menudo estamos tan ansiosos con los acontecimientos que nos toca vivir en el día a día que nos olvidamos de la necesidad de buscar serenidad, palabra cuyo concepto lo entiende la mayoría de las personas a nivel cognitivo, pero lo viven muy pocos a nivel afectivo real.
Hace unos días estábamos almorzando junto a unos amigos en un patio de comidas de una importante ciudad de México, el bullicio de esos lugares es generalizado, pero estábamos animados conversando cuando de pronto una mujer comenzó a gritar de manera desesperada:
―¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? ¿Quién se llevó a mi hija?
Los gritos eran tan destemplados que el bullicio se acabó en un instante y todo el mundo se dio vuelta para mirar a quién gritaba. En ese momento se acercaron dos guardias para calmar a la mujer, una mujer, que parecía alguna representante del centro comercial la tomó por el brazo y salieron del lugar. Escuché a una adolescente que estaba cerca y que salió para mirar decirle a su familia, que los guardias tenían a la niña, pero no habían encontrado a la madre, hasta que se escuchó el grito desgarrador.
La conversación en la mesa giró hacia la situación. Todos admitieron que perder a un hijo en un centro comercial no debe ser una experiencia agradable, sin embargo, todos sin excepción nos referimos a la histeria de la mujer, su forma tan destemplada de reaccionar, sus gritos desgarradores. La conclusión fue que esa mujer no tenía paz, y que lo que había sucedido era sólo un detonante para tirar afuera todas las ansiedades que tenía.
Todos nos enfrentamos a situaciones difíciles: La ausencia de un ser amado que está lejos; la pérdida de un hijo; el duelo por la pérdida de la salud; la angustia frente a la falta de trabajo; la imposibilidad de ponerse en contacto con alguien que es importante para nosotros; la sensación de impotencia que produce la injusticia; etc. No existe persona que no sufra algún tipo de pérdida, la diferencia entre una y otra es la actitud. Nada más que la actitud.
La oración de Niebuhr nos recuerda que hay situaciones que no podemos cambiar, y para esos momentos necesitamos serenidad. No para conformarnos, porque eso produce amargura, sino para aceptar la situación y vivir en paz. Hay una diferencia cualitativa enorme entre la actitud conformista que promueve el derrotismo, y la aceptación positiva, que enseña a mirar la realidad con optimismo, pese a que la situación no sea agradable, se entiende capaz de ver por sobre la oscuridad la luz que viene de las estrellas.
Hay situaciones que sí podemos cambiar, y en ese caso, tal como lo expresa Niebuhr necesitamos sabiduría para entender la diferencia y poder hacer lo que está de nuestra parte para cambiar lo que sí podemos. Bajar los brazos es empezar a morir. Sin embargo, aceptar lo que no puedo cambiar, y obrar en lo que sí tengo posibilidades, entonces, es mantenerse vivos.
Luego nos recuerda el viejo mensaje de Cristo, pero que olvidamos en el trajín diario: Vivir un día a la vez, disfrutando el momento. A veces, ansiosos por lo que no tenemos por lo que quisiéramos tener no gozamos a plenitud de lo que si tenemos, y se van pasando los días y no disfrutamos la existencia que se vive minuto a minuto. El mañana es hoy. Es ahora cuando debemos alegrarnos con las pequeñas cosas que nos ocurren, aunque sea estar contento por no sentir ese dolor de espaldas que a veces nos vuelve locos, o el brazo que nos molesta o nos deja hacer lo que queremos, pero que de pronto sentimos un alivio, o lo que sea que nos esté molestando. Aún en el dolor es posible encontrar paz, si queremos.
Lo que dice Niebuhr de aceptar las adversidades como un camino hacia la paz, suena paradojal en una sociedad que ha enseñado a sus hijos a huir de las adversidades. Alguna vez leí en un libro de Leo Buscaglia (Vivir, amar y aprender) acerca de las personas que viven en la zona de los monsones en Asia. Todos los años la lluvia y el viento destruye sus cosechas y sus casas, y todos los años las vuelven a reconstruir en el mismo lugar. El autor decía, “nunca vi gente con tanta serenidad en el rostros, con una sonrisa fácil, con tanta cortesía”, simplemente han aprendido a vivir con la adversidad sin regañar ni estar constantemente lamentándose. La paz no es producto de la ausencia de adversidad, sino la actitud que se tiene precisamente en medio de la tormenta.
Ser “razonablemente feliz en esta vida” es lo que señala Niebuhr, y me parece correcto. No existe algo así como “felicidad completa”, siempre existe algo que empaña el parabrisas de la vida, sin embargo, siempre es posible alegrarse por algo y vivir en armonía consigo mismo y con los demás.
Ya llegará el momento en que podremos cumplir nuestros anhelos más acariciados, si no es aquí, al menos, los cristianos creemos en la vida eterna. Sin embargo, la clave es aprender a vivir hoy, con alegría, con paz, con serenidad, con gozo por las pequeñas cosas… En el recuento final eso nos dará serenidad, que es el valor más preciado que podemos tener, incluso más que la salud, porque aún en la enfermedad necesitamos estar serenos.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

lunes, 20 de junio de 2011

La religión y su función

Alguna vez Karl Paul Reinhold Niebuhr (1892-1971), el famoso teólogo norteamericano, profesor del Union Theological Seminary de Nueva York escribió:
La razón de ser de la religión es consolar a los afligidos y afligir a los cómodos.
Así de simple y sencilla, pero me parece pertinente reflexionar sobre esta frase y sus implicaciones.


La religión como liturgia

Muchas personas viven la religión como mera liturgia, un formalismo que le da sentido a su visión religiosa. Se conforman con participar en un culto religioso e “ir a la iglesia” (sin entender que nadie va a la iglesia verdaderamente, puesto que el concepto iglesia tiene que ver con una asamblea, no que se reúne sino que existe en torno a creencias comunes).

Representan a las beatas y beatos que están contentos por el hecho de participar de una reunión religiosa, no importa si lo que se dice está equivocado (no se dan tiempo para analizarlo); no interesa si no entienden (es la emoción lo que les atrae); no les preocupa si los líderes de dicho movimiento son coherentes o no (viven enfrascados en sí mismos y en justificar sus propios yerros).

La religión formal, convertida en el fin de la espiritualidad, es una lacra para el verdadero sentido de la religión, simplemente se convierte en una fuente de discusiones eternas, sin valor en sí mismas, y en la mayoría de los casos, basada en presunciones infundadas, orgullos tradicionales, o dogmas sin valor en sí mismos. Peroratas acerca de la música, de la ropa, de la posición corporal al adorar, de la manera de comportarse, etc., ocupan todo el tiempo de quienes conciben la religión como un acto litúrgico sin vinculación efectiva con la vida cotidiana.

Quienes viven la religión como un acto litúrgico, simplemente no logran ver la relación que ésta tiene que ver con el día a día, con el dolor, la alegría y la cotidianeidad. Para ellos no hay otro norte que la próxima “reunión” con su pléyade de sin sentidos acumulados en liturgias llenas de formas, pero vacías de contenido.

La religión como negocio

Parece absurdo, pero la religión es una de las fuentes más importantes que existe de recursos. En la desesperación o la búsqueda de esperanza, las personas están dispuestas a dar lo que sea, con tal de tener algo de paz y esperanza. Muchos lo saben, por eso ya en sus tiempos Pablo advertía sobre aquellos “que piensan que la religión es un medio de obtener ganancias” (1 Tim. 6:5).

Hay formas muy sutiles de convertir a la religión en un negocio. Cuando interesan más las ganancias que las personas, entonces, se está ante la presencia de alguien que no está ocupado en la eternidad sino en lo temporal. Muchos se enriquecen a partir de la fe de los creyentes, y a eso, que Pablo llama “mente depravada” (1 Tim. 6:5), ellos le llaman piedad, religión o religiosidad popular.

La religión como estilo de vida

Otra forma de enfocar la religión es pensar que no es liturgia, sino una forma de vida que sirve para actuar en el mundo. Es la religión de la que habla Santiago cuando señala: “La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Stg. 1:27).

En el momento en que Santiago escribe, evidentemente la religión está corrompida, finge atender intereses eternos, pero quienes ostentan la investidura religiosa sólo se ocupan de lo temporal. Por esa razón, Santiago expresa el concepto que la verdadera religión se vive en actos, no liturgias. En acciones concretas que se expresan en una actitud positiva y empática con quienes sufren.

Es interesante que en la parábola del buen samaritano, cargada de símbolos e ironías, los que pasan de largo, dejando al herido tirado a la orilla del camino son la gente religiosa, el levita y el sacerdote… que tenían que hacer algo, supuestamente, más importante que atender al herido.

Una verdadera religión consuela al afligido, da pan al hambriento, cubre al desnudo, visita al encarcelado, se pone de parte de la justicia, no tolera ninguna forma de discriminación, no acepta el viejo y manido argumento de que la “iglesia” tiene propósitos eternos mientras descuida al sufriente.

Una vez, un personaje sacado de alguna novela de Dostoievsky, macabro y con poder, se me acercó y me dijo prepotente:

―No sé por qué te ocupas tanto con la violencia doméstica, esa no es tarea de la iglesia.

Sintiendo que las palpitaciones me aumentaban y que me hervían las ganas de ponerlo en su lugar, le pregunté:

―¿Cuál es la tarea de la iglesia entonces?

Me miró con desprecio y me dijo:

―Pues, deberías saberlo, predicar el evangelio, ¿qué más?

―¿Qué es predicar el evangelio? ―le dije sintiendo que estaba participando en una conversación inútil, porque no se puede cambiar la mente de quien no quiere cambiar.

Nuevamente me miró con una cara de desprecio digna del mejor inquisidor y me espetó bruscamente:

―Anunciar la segunda venida y enseñarles que deben aceptar el mensaje.

―En otras palabras, no detenerse a curar sus heridas, sino hablarles de una esperanza que no pueden entender porque están hundidos en la desesperanza. ¿Dónde quedó la parábola del buen samaritano? ¿Dónde quedó el detenernos para ayudar al que está herido?

No me dijo nada, se fue rumiendo su formalismo y yo me quedé en silencio pensando en el daño que hace el entender la religión sólo como un cúmulo de doctrinas, sin vinculación real con la vida cotidiana. ¿De qué sirve hablar del “tiempo de angustia”, sino ayudamos con la angustia que experimenta alguien en el presente?

Cuenta la historia que un general griego ingresó a Atenas victorioso después de haber ganado una batalla muy importante contra los persas. Los ciudadanos lo recibieron de manera estruendosa, se acercaron los principales de la ciudad y le dieron la bienvenida a él y a su ejército. Sin embargo, al otro día el senado lo condenó a muerte. Cuando él pidió explicación le contestaron:

―Ganaste una victoria, pero no te detuviste a ayudar a ningún herido.

¿Cuántos tendrán la misma respuesta cuando venga Jesucristo?

―Te vi cantando en la iglesia himnos que yo nunca he necesitado, pero nunca fuiste a la casa de la viuda de la esquina a cantarle esperanza. Te vi con tu ropa engalanada en la iglesia, ropa que yo nunca necesité, pero no fuiste capaz de sacarte esas ropas para dárselas al que estaba desnudo. Te observé orgulloso discutiendo tus puntos de vista, cómodo entre tus cuatro paredes, mientras afuera había alguien muriendo por falta de esperanza. Fuiste a la iglesia, pero nunca caminaste a la casa del enfermo. Caminaste largas horas para fustigar al que utilizaba una música diferente a la tuya, pero no te diste el trabajo de visitar al sufriente que estaba a tu lado.

Es otra manera de leer Mateo 25: 35-36. A Dios no le interesa nuestra liturgia, eso fue un invento de Constantino y la pléyade de seguidores que hicieron de pompa y circunstancia el centro de la religión, porque les resultaba más cómodo pensar en la liturgia que en la religión en acción. Jesús lo dijo de otra forma: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 12:7).

Si dejáramos de discutir, esas discusiones bizantinas que nos lleva la vida, y nos ocupáramos de atender a quienes lo necesitan, entonces, si la religión tendría sentido para muchos que hoy sólo ven a un grupo de cristianos, encerrados en cuatro paredes, cómodos en su pretensión de salvación, y en su afán de distanciarse de los otros, olvidando que la comisión de Jesús fue: “Vayan” (Mt. 28:19), pero nosotros en nuestra comodidad la hemos cambiado por un “vengan”, si quieren escuchar, acérquense… hemos invertido todo, no es extraño que el cristianismo tenga cada vez menos impacto en las personas, especialmente en las generaciones jóvenes.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

sábado, 18 de junio de 2011

Carta abierta a mi conciencia

Tú y yo hemos discutido tantas veces que a veces no me quedan argumentos. ¡Qué está bien! ¡Qué no está bien! A veces quisiera silenciarte, decirte ¡Basta! ¡No sigas! ¡No quiero escucharte! ¡Prefiero tu silencio a tu locuacidad! Tus argumentos me cansan, me hostigan, quisiera tener la libertad de mandarte al diablo, de no tener que ver nada más contigo.

Pero no puedo, me sigues sin que pueda evitarlo. Me hablas cuando no quiero y me aconsejas cuando preferiría tenerte en el desván de los recuerdos, al fondo, allá donde nadie pueda acordarse de buscarte.

Tú y yo a veces nos entendemos, especialmente cuando se trata de juzgar a otros, de dar opinión sobre lo que está bien y mal en lo que mis vecinos y amigos hacen. ¡Qué bien me siento cuando coincido contigo! ¡Esa vez que juzgué a Juan, que le calcé exactamente, que me dijiste con claridad que lo que él había hecho no estaba bien! Uff, me sentí en la gloria. Mientras sea con los demás, no me meto contigo, estamos bien, coincidimos, nos llevamos como amigos. Pero, ¿por qué tienes que contradecirme a mí? ¡Estoy tan bien cuando voy haciendo lo que quiero sin que tengas que regañarme? ¿Sin esa voz que me dice: “Miguel, por ahí no”? ¡Ayyyy!

Cuando tienes la ocurrencia de discutir conmigo, de mostrarme otros senderos, las consecuencias de otras acciones, me molesta mucho. Me dan ganas de que no existas.

Puedo reconocer que en algunos momentos has sido útil, poco, pero me han ayudado a no meterme en problemas mayores, como si de pronto me hubieses tirado un salvavidas. Pero, la mayoría de las veces, ¿por qué tienes que estar? ¿Por qué simplemente no te callas?

Alguna vez he insinuado a otros lo que quisiera hacer contigo. Un santulón me habló grandilocuente que él te tenía en alta estima, porque no era posible vivir sin ti… Me quedé mirando su cara, no supe si reírme o llorar, ¿qué se cree? ¿Nunca pensó en contradecir a su conciencia? No le creí. Los mentirosos generalmente parecen santos.

En otra ocasión me topé con un sinvergüenza, él me dijo que escuchaba a la conciencia, le asentía, sonreía, y luego seguía su camino como si nada. Como ya la había escuchado, se sentía libre para hacer lo que quisiera, era como apretar el botón de una radio, lo apagaba y listo. ¿Cómo lo hace? No estoy seguro que diga la verdad.

Me encontré con un escéptico que no creía en tu existencia. Simplemente él opinaba que todas las normas y reglas que nuestros padres nos metieron en la cabeza, en algún momento hacían eco en la mente, pero él, simplemente sopesaba racionalmente todo, a veces encontraba razones lógicas y seguía lo que le dictaba la razón, y otras veces, aunque encontraba razonable lo que analizaba, decidía ir en contra, y dejarse guiar por la intuición. Al final, no supe qué contestarle. A veces si, a veces no. Es peor que ese del botón de la radio.

¿Qué hago? ¿Cómo vivo contigo cuando a veces no quisiera que existieras?

No creo que exista ser humano que no se haya planteado el dilema. Vivir de acuerdo a la conciencia o acallarla y simplemente seguir adelante. No creo que el asunto sea tan simple. No espero que me entiendas, por último, eres mi conciencia. Pero al menos, dame algo de tregua. Deja que examine primero, no estés allí encima de mí con tus palabras que de a ratos me dejan sin aliento. ¡Quiero aire!

No sé si me entenderás. Pero, conciencia mía, sé que no dejarás de estar, que me estarás acicateando permanentemente, mientras vida. Pero al menos, tenía que decirte algo. La lucha que tengo, que no creo que sea distinta a la que tienen todos, pero no se atreven a expresarlo.

Gracias por leer mi carta, espero que no me estés argumentando por haberte escrito, al menos, dame el privilegio de la duda, y permite que analice la pertinencia de tu existencia. Al menos, concédeme eso.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

Tocar tu manto

Encogida por el dolor y el silencio, sintiendo el compás de mi corazón que está a punto de explotar, sólo quiero tocar tu manto, Señor, rozarlo por un instante. Quiero sentir tu presencia, el aliento de tu voz. Voy con miedo, no quiero que la multitud me reconozca, no deseo la mirada de los santos sobre mí, no deseo que aquellos que me han apedreado tantas veces sepan que tengo la intención de tocar al Maestro.

Quiero tocar tu manto, Jesús. ¡Por favor! No camines tan rápido, no te alejes de mí, sólo sé que si toco tu manto, la sangre que borbotea de mi cuerpo se detendrá y también lo harán las palabras hirientes de aquellos que me maltratan creyendo que lo hacen en tu nombre.

Tantas veces he escuchado que Dios me desprecia, que estoy enferma por castigo divino y que debo estar feliz de que al menos sé que mi pecado está condenado. ¿Pero qué pecado? No tengo más pecado que otros y no recuerdo haber hecho algo especialmente malo para que Dios me castigue así.

El otro día escuché a Jesús. Nadie me vio. Estaba escondida detrás de una pila de canastos. Pero su voz era clara y sus palabras dulces, cuando dijo:

―Venid a mí todos los que están cansados. ―Supe que me hablaba a mí.

Él habla del amor de Dios. El todopoderoso no puede haberme castigado tanto por doce años. No es posible, al escuchar a Jesús sé que el amor de Dios es infinitamente inconmensurable.

¿Por qué me odiarán tanto? ¿Por qué me despreciarán? ¡No le he hecho nada a nadie! Quisiera que todo fuera diferente. Volver a mi niñez y adolescencia. Tener ese rubor rosado de la juventud en mi rostro. No tener el corazón tan sangrante como tengo. ¡Hay Señor! ¡Si tan solo tocara tu manto! ¡Sé que hay poder en ti!

***

No he parado de reír todo el día. ¡Fue tan hermoso! Cuando Jesús se detuvo, mi corazón se paralizó. Pensé que me iba a regañar. Son tantas las veces que he sido maltratada. Una vez más, pensé, pero no de él, no podía ser.

De pronto me miró fijamente. Él sabía lo que yo estaba experimentando. Mi cuerpo estaba rejuvenecido. No había más dolor. Se había ido el flujo de sangre que brotaba intermitente. Pero al mirarme, no sentí temor. Ni siquiera cuando me miró Josafat, el fariseo aquel que me había escupido en la cara, ni cuando Raquel me observó con reprobación, la mujer de la esquina de la plaza, que cada vez que me veía tomaba piedras para arrojarme. No tuve miedo. Algo en su mirada hizo que de pronto no temiera más.

Me acerqué, sin temblar, sana, contenta, sin poder expresar lo que sentía, porque él sí sabía. Tocó mi cabeza y dijo, para que todos lo escucharan:

―Ya no te preocupes, tu confianza en Dios te ha sanado.

Me miró con tanto amor que sólo pensarlo me da ganas de gritar de gozo. Me habló con tanta ternura, con palabras de cariño que hace años no había escuchado.

Cuando me puse en pie. Todos me miraban. La mayoría sorprendidos. Me fui abriendo paso entre la multitud. Todos se apartaban, pero ya no como lo hacían antes, horrorizados porque temían que mi sombra los contaminara. Ahora se ponían a un lado y me daban el paso maravillados. Nadie sabía cómo, pero todos entendían que ya estaba sanada.

Allí estaban los que me habían escupido, los que me apedrearon, los que me dijeron desde sus pomposas ropas sacerdotales que yo era un ejemplo del mal, de lo que podía hacer la maldad encarnada en un persona, estaban los que me despreciaron con su mirada, de los que me trataron peor que a un perro, los que miraron desde sus cúpulas de santidad, los que se mofaron, los que me persiguieron con un palo como quien persigue a una cucaracha para aplastarla. Pero no me importó. Jesús me redimió. Él puso fin a mi dolor. Basto una palabra suya, sólo una, para sentir que nada más importaba. Yo sólo toqué su manto, pero él, Él tocó toda mi vida y la creó de nuevo.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

miércoles, 15 de junio de 2011

Carta abierta a un lector intolerante

Apreciado amigo:

Tu carta me dejó sorprendido, no por su contenido, porque ya estoy acostumbrado al espíritu antagónico de quienes creen tener la razón y no aceptan una postura contraria, por más razonable que pueda parecer. Me quedé anonadado por tu actitud beligerante, por esa muestra de impiedad que hay en las palabras que usas. Tu carta, por cierto, es en “defensa de la verdad”, mi inquietud es ¿en qué momento la defensa de la verdad se convierte en una guerra contra otro? ¿Qué pasa por la mente de los inquisidores que cuando escuchan ideas contrarias a las suyas, simplemente, demudan el rostro y se convierten en “víboras para el hombre”, parafraseando la frase de Hobbes?

Debo confesarte que después de leer tu carta me quedé con miedo, un profundo y visceral temor a que algún día te conviertas en una persona con poder. No quisiera estar bajo el alero de tus decisiones intolerantes, seguramente si pudieras, me enviarías a la hoguera, tal como hicieron antaño algunos connotados personajes que creían que con eso le hacían un favor a la humanidad.

Los santos como tú me dan miedo. Me producen un gran conflicto en mi mente. Por una parte, sé que están haciendo una defensa honesta de sus creencias, lo que es notable y en muchos sentidos, encomiable, sin embargo, la forma, el espíritu, la actitud, la beligerancia: ¿Será que eso fue lo que nos enseñó el Maestro que nos envió a ser “mansos como palomas”? ¿Dónde quedó la mansedumbre y la humildad que Jesús nos invitó a vivir?

Recuerdo hace unos años, estaba entusiasmado con un artículo que acababa de leer de Jamis Londis. En ese momento estaba haciendo mis estudios de Maestría, y como investigador inquieto que he sido, el artículo de Londis que hablaba de las mentes amplias me tenía entusiasmado. Me acerqué a un profesor de la facultad y le alcancé a decir:

―Leí un artículo de James Londís.

Y sin darme tiempo para seguir me interrumpió con una cara de asco y me dijo:

―Ese es un liberal de porquería, debería pudrirse.

Me quedé estupefacto, un teólogo, pastor, y músico, tres ocupaciones que supuestamente deberían hacerlo sensible y abierto al diálogo, simplemente se habían tornado en una manera arbitraria y demagógica de ver la realidad. En ese momento pensé que en otras circunstancias él se habría ofrecido como gran inquisidor.

Un par de años después, estaba en mi cubículo en la biblioteca, leyendo, trabajando en mi tesis doctoral, cuando de pronto alguien golpeó violentamente mi puerta. El que estaba allí parado era el padre de aquel profesor que me había hablado en términos tan peyorativos de Londis. Le sonreí, pero él no lo hizo, y me espetó una diatriba de palabras que me dejaron sorprendido:

―¿Usted le habló al pastor X de que existe la posibilidad de matrimonios en la tierra nueva?

―Si ―le dije sin entender por qué tenía esa actitud.

Me miró con una cara de desprecio, esas miradas que no se pueden ocultar y que están llenas de odio, aunque se quieran disimular con palabras de circunstancia. Me dijo un montón de expresiones irrepetibles, sacó a relucir que él era un experto en ciencia y religión, que había dado conferencias en muchos países, y que jamás, jamás, había escuchado algo como lo que yo le había dicho a ese pobre hombre que había perdido a su esposa hace unos meses atrás y que ahora estaba devastado. No me dio tiempo para explicar, no pude emitir palabra. Luego se fue no sin antes advertirme con un dedo en mi cara que nadie tenía derecho a decir algo contrario a lo que él había creído por tanto tiempo. Ahí no me pude contener y me largué a reír, en su cara, sin poder evitarlo. Se dio media vuelta lleno de furia, y mientras se iba pensé, recordando al hijo:

―La intolerancia se enseña, no se adquiere por casualidad, es un proceso educativo que se traspasa de generación en generación.

Algún tiempo después tuve un diálogo con el nieto de este personaje, que ya para esas alturas de mi vida me resultaba monstruoso, por su forma de encarar la realidad y su manera tan drástica de tratar a todos los que se oponían a sus ideas. El joven, inteligente por supuesto, un día me hizo una pregunta, no recuerdo el tema, sólo evoco su actitud. Se quedó mudo, me miró largamente y me dijo:

―Eso no es lo que me han enseñado mi padre y mi abuelo.

―¿Qué quieres que te diga? Supongo que puedes utilizar tu cerebro por ti mismo.  ―Le respondí para ver si reaccionaba.

No sé si entendió mis palabras, sólo sé que confirmé nuevamente que la intolerancia se forma en un ambiente de represión ideológica, de imposición, de imposibilidad de análisis propio, de beligerancia y sospecha por todo aquel que tenga una idea ligeramente diferente a la que me he formado.

Apreciado amigo, no sé de qué familia vienes, ni en qué ambiente te criaste, pero sin duda, en algún momento te enseñaron a sospechar de las personas que tienen opiniones propias. Te hicieron creer que existe una sola verdad, irrefutable, y milagrosamente, te dijeron que las respuestas que te dieron eran las únicas posibles.

Siento romper tu ilusión, pero hay muchas maneras de mirar el sol. Aún la luna tiene un lado oscuro que no se ve, pero existe. Quien sostiene tener una verdad irrefutable y cree que nadie puede discutirla, simplemente, se olvida del principio de la inteligencia activa y de que el único absoluto es Dios. Cada vez que se sostienen “verdades irrefutables”, estamos ante la presencia del dogma, de pretensiones de infabilidad y del ambiente que hace posible la falta de respeto y la actitud de desprecio por los demás que piensan diferente.

La verdad es una sola, me dices en tu carta, y claro, coincido contigo, pero… sólo Dios la conoce de manera totalmente certera. Lo que tú y yo tenemos son, como dice la misma Escritura, “vislumbres de verdad”. No es “tú” verdad ni “mi” verdad la que importa, sino aprender a escuchar las diferentes perspectivas porque es en el conjunto de visiones, a veces aparentemente discordantes, donde está la verdad plena.

El dogma anula la facultad de pensar.
El dogma construye palacios a la vanidad intelectual.
El dogma impide el diálogo y el análisis de propuestas divergentes.
El dogma propicia un ambiente de guerra y beligerancia.
El dogma convierte en enemigos a quienes piensan diferente.
El dogma es la base para la falta de respeto y el desprecio a otros.
El dogma, tarde o temprano, elimina y anula la verdad.
El dogma no permite la indagación ni da lugar a la incertidumbre.
El dogma, en suma, es la forma más burda de negar el don divino de la inteligencia.

Apreciado amigo, siento que seas como eres. Me apena saber que estás matando tu capacidad de dialogar, pensar, reflexionar y buscar consensos en el camino del conocimiento de la verdad. Lo siento por ti, porque al descalificarme y tratarme de payaso, eres tú, el que ha perdido el rumbo y vaga por el desierto inhóspito de la arrogancia y la vanidad.  Siento no acompañarte, prefiero quedarme en el bosque de la disidencia, de los indagadores, de los que investigan, de los que dudan, de los que no están conformes con todas las respuestas, de los que siempre están buscando, porque ¿sabes?, por este camino encuentro muchos amigos, compañeros de ruta que no están cegados por el orgullo intelectual y están dispuestos a dialogar, conversar, y modificar sus ideas si de pronto alguien le da argumentos razonables para creer, por ese camino, es mucho más agradable vivir que por el desierto en el que lamentablemente te has sumergido.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.