viernes, 29 de abril de 2011

Todo pasa y todo queda

Son las 5.30 de la mañana, no me levanté antes porque no quiero despertar a nadie. Salgo sigiloso de la habitación de ese hotel de 450 cuartos, lleno de turistas de los más diversos rincones del mundo. París está frío. Es extraño, ayer hacía calor.

Camino silencioso por el pasillo hacia el ascensor, no quiero despertar a nadie y que luego me insulten en un idioma que no conozco. Ayer confundí una indicación, y un parisino me insultó en francés y se sulfuró cuando por toda respuesta simplemente le sonreí. Él no podría entender que sus palabras me parecieron tan melódicas y dulces. Me acordé de la prehistoria y de la Mademoiselle, la profesora de francés de secundaria. Seguramente ella estaría encantada. ¿Habrá viajado alguna vez a Francia? Se lo merecía.

Me dirijo al ascensor. El edificio de 450 habitaciones está lleno de pasillos que dan hacia un patio interior, tiene una arquitectura extraña, mezcla de no sé qué escuela de sincretismo que abundan en la falta de ideas.

Veo en la semioscuridad del reciento a alguien que está en el primer piso y que me mira insistentemente, seguramente preguntándose qué hará levantado un turista a esa hora. Cuando llego al primer piso me sigue mirando, noto que en su mirada hay cierto fastidio y apenas me acerco tira un cigarro que tiene en la mano, lo hace con rabia, no entiendo su molestia sino hasta cuando me acerco un poco más a la puerta por la que ha entrado y que tiene un gran cartel que declara que está prohibido fumar en todo el edificio. Me rio de la situación y me lo encuentro en la entrada. Es el conserje, que seguramente ha pasado la noche en vela, o mejor dicho velando el sueño ajeno.

Lo saludo en inglés y me responde en francés. Le sonrío y me devuelve una mirada fría. Le pido la clave para internet y me la da indicándome en un inglés precario que no me instale en el restaurant.

Luego me siento en el mismo lugar donde estuve anoche junto a una pareja rusa y a un japonés. El conserje me aborda molesto y me habla en francés indicándome que me vaya a un pequeño lugar amoblado con mesas pequeñas y sillones incómodos.

―No gracias ―le respondo en español― aquí estoy mejor.

El hombre levanta los brazos fastidiado mientras dice:

―Spanish, English, French, ufff… ―y se va.

Me rio. Si él no ha tenido la cortesía de hablarme en algún idioma que entienda porque tendría que yo contestarle igual. Allí me quedo. Es la madrugada. Todo el mundo duerme, menos mi gruñón recepcionista que alcanzo a ver de reojo que está nuevamente en el patio con un cigarrillo en la boca. Amanece y me recibe la proverbial falta de cordialidad parisina, en eso al menos el día promete ser típico.

Me voy hasta el metro que está cerca del hotel. He decidido estar todo el día en el Museo del Louvre. Es una experiencia con la cual he soñado desde niño. Calculo mal la estación y me bajo en Champs Elysées Clamenceau, sin embargo, no está mal. Estoy en los Campos Eliseos frente al Arco del Triunfo. Comienzo a caminar extasiado. Sonrío mientras lo hago. Seguramente deben pensar que algún loco se escapó del manicomio ese día.

Camino intentando absorber cada detalle. Calculo que debe haber varios kilómetros hacia el Louvre, pero no me parecen muchos, estoy disfrutando. De pronto me doy vuelta y miro al fondo el arco del triunfo y se me viene a la mente la imagen de los ejércitos nazis avanzando por la calle. Me invade un sentimiento de empatía por los franceses, ¿qué habrán sentido? Al instante me estoy recriminando a mí mismo por esa asociación. Por qué pensar en los nazis y no en las fuerzas aliadas entrando por el mismo lugar. En fin, es parte de lo que soy, a veces mis pensamientos van más aprisa de lo que puedo evitar.

Sigo caminando. La distancia es larga. Paso por los que alguna vez fueron los antiguos bosques del palacio. Cuando llego al segundo arco del triunfo, que los franceses dicen que es el auténtico, el que realmente usó Napoleón, me sumerjo en una riada de gente de todos los colores y lenguas. La mayoría camina en dirección al Louvre.

Cuando veo por primera vez el palacio me inunda una sensación de alegría. No me lo imaginaba que fuera tan grande, El Escorial, el antiguo palacio del rey de España, me parece insignificante con toda su majestuosidad. Algo hay en el Louvre que me resulta más atractivo. Nuevamente se me viene un pensamiento a la mente, sin que lo pueda evitar, pienso en los cientos de esclavos y muertos de hambre que sufrieron lo indecible para edificar esa hermosa construcción. Paseo mi vista por el horizonte hasta encontrarme con la horrible pirámide que rompe la armonía de la arquitectura. ¿A qué alucinado se la habrá ocurrido eso? Es como desopilante, rompe el equilibrio arquitectónico, es como una mezcla culinaria, que a alguien le resulta apetecible, pero que a los demás le sabe horrible.

Me acerco y constato que hay una fila para ingresar de al menos 1000 personas, unas cuatro o cinco cuadras. Comienzo a caminar armado de paciencia hasta el final de aquella línea de personas multilingües. Estoy en Europa, no en Chile ni en Perú, así que puedo estar seguro que ningún sinvergüenza se colará antes haciéndose el amigo, a menos claro, que por esas casualidades haya algún sudamericano allí aparte de mí. Me armo de paciencia. Enciendo el Ipod, que a estas alturas es mi amigo, el que va a todas partes conmigo. Comienzo a escuchar a Richard Clayderman y me dispongo a esperar. Se nos acerca una chica francesa, uniformada, con una piocha en el pecho que señala que es funcionara del Museo y nos muestra un cartel que apenas alcanzo a leer porque me he quedado embobado mirando su cara, es hermosa, parece artista de cine, ¿qué hace ahí? Leo el cartel que dice en al menos ocho idiomas: “El tiempo de espera para entrar al Museo es de al menos una hora”.

Saco el libro de Federico Moccia que compré en Madrid: “Tres metros sobre el cielo”. Quiero averiguar porque el libro lleva más de un millón de copias vendidas, y se ha convertido en un autor de culto entre adolescentes italianos. A decir verdad, voy por la mitad y aún no estoy seguro de la razón del éxito. Media hora después estoy en la entrada del Museo. La fila ha avanzado mucho más rápido de lo informado. ¡Claro!, pienso para mí mismo, no hay ningún argentino, boliviano ni peruano, ni sudamericano colándose antes.

Comienzo mi paseo. Tengo decidido ver lo que más pueda. Comienzo con la exposición oriental, con los egipcios. Quedo impresionado. Me acompaña la voz de la Mercedes Sosa, de pronto siento que estoy en una especie de cuadro surrealista o en alguno de Tzara del dadaísmo. La voz de la negra en mis oídos con su voz grave y profunda y al lado gente de todos los colores. Veo a personas de la India o Pakistán, veo a otros que parecen alemanes o rusos. Me concentro en la gente. Los japoneses, disciplinados y silenciosos, avanzan lentamente deteniéndose en cada objeto y fieles a su estilo cada uno con una cámara de última generación. En eso aparece una profesora con media docena de niños, le siguen como polluelos, cada uno con una libreta en la mano, van escuchando sus explicaciones. Me habría encantado ir a la escuela y que la maestra me dijera:

―Mañana hablaremos de Egipto así que haremos la clase en el Louvre.

Los franceses y los niños entran gratis, no como el resto de los mortales que pagan religiosamente su entrada de 10 euros. Con los miles que entran diariamente es un negocio redondo. Me pongo a calcular mentalmente lo que podría ser el ingreso diario, me quedo lelo.

Estoy procesando como siempre. Mi mente yendo de un lado a otro, cuando en ese momento entra gesticulando y hablando muy fuerte una persona que a todas luces es árabe, parece palestino. He visto a otros de su pueblo y son similares. Grandilocuentes, habladores, todos se enteran de su presencia. Los japoneses gentiles o cuidadosos les dejan el paso libre. No se detienen, sólo caminan y hablan fuerte, no están interesados en cultura egipcia.

Me fijo en una pareja rumana. No sé el idioma, pero hay situaciones que no necesitan palabras. Su compañera lo fotografía a él que posa como si fuera modelo. Ella pacientemente aprieta el obturador una y otra vez. Da risa, él se cree un adonis, pero eso quedó hace rato en la historia.

Camino lentamente. Me han dicho que el Louvre necesitaría al menos seis meses, con todos sus minutos, sin dormir ni comer, para poder observar todos los objetos que tiene. Por algo es el museo más grande del mundo. Al paso que voy demoraré tres años en visitarlo. De pronto me ha entrado una extraña calma. No es por los sarcófagos ni por las momias. Caigo en la cuenta que estoy ante una historia que no merecería tantos flashes de cámaras sino un poco más de respeto. ¿Dónde se fue el pueblo extraordinario que hizo ese arte tan bello y diferente? Estoy sumergido en belleza, aún cuando haya sido para enfrentar la muerte.

Me acerco a un joven norteamericano y le pido que me saque una foto frente a una de las estatuas egipcias. Él asiente, mira con cuidado, se da todo el tiempo del mundo y aprieta el obturador. He decidido pedirle a niños y adolescentes que me saquen fotos con mi cámara. Pasársela a algún adulto es arriesgarse a perder valiosos minutos en explicaciones. La mayoría de los mayores de 40 son analfabetos tecnológicos, pero los niños y adolescentes de hoy saben exactamente qué hacer ante cualquier aparato electrónico. Capaz que los japoneses inventaron algún gen electrónico microscópico que han logrado que se clone y adhiera a cada feto que nace. Me río de mi teoría de conspiración, tan común hoy en algunos círculos.

Me encuentro escuchando a Los Nocheros, puse el Ipod en aleatorio, para no perder tiempo. Es una mezcla extraña, los escucho frente a un sarcófago egipcio, me siento raro.

A estas alturas ya he tomado un litro de agua y me dan ganas de ir al baño. Me acerco a una de las guardias que están ubicadas en lugares estratégicos y le pregunto por un “toilette”, lo pronuncio bien (trato de hacerlo bien, me acuerdo con risa que en un país que visité le decían tualete). La mujer me indica un lugar, le entiendo que es bajo un arco, cuando llego encuentro una fila enorme. Sigo buscando. ¿Cómo no va a haber otro baño? La exposición pasa a segundo plano. Hay algo más importante que hacer. Mi búsqueda adquiere carácter de urgencia. No quiero pasar ningún bochorno. Alguna vez leí que el Louvre tenía cientos de habitaciones, pero ningún baño. ¿Para qué? Para eso estaban los siervos (por no llamarlos esclavos), que llevaban los nobles desechos biológicos en bacinicas que terminaban en las famosas acequias parisinas, al parecer la historia no ha cambiado mucho, salvo que no hay ningún siervo por allí para ayudarme. Camino rápido, la urgencia va en aumento. Cuando al fin doy con un baño hay una fila de unas 20 personas, a juzgar por sus caras serias y el joven que está delante de mí que se come las uñas disimuladamente, todos están en la misma, aguantando, apretando el esfínter, no queriendo dejar mal a su país. Comienzo a escuchar una canción de Ed Ames, a ver si con su voz melodiosa me olvido por un instante de la tortura que estoy viviendo. Pero por más que cambio las piernas de lugar y doy pequeños saltitos como si tuviera frío, no lo logro, la canción tampoco me ayuda mucho, y el mirar la puerta del baño tampoco, pareciera que la mente juega con nosotros. Cuando tenemos ganas de ir al baño, el mirar la puerta parece que nos aviva la necesidad. Cuando llega mi turno entro corriendo. Lo primero que veo es que todos los urinarios están cubiertos con plástico y en francés escrito: “En reparaciones”. Veo al final un baño para personas minusválidas abierto. Sin pensarlo dos veces entro y ¡qué alivio! ¡qué respiro para el alma! Tengo una sonrisa estúpida en la cara, pero un tremendo orgullo. He salvado la dignidad de Chile y Argentina, los dos pasaportes que ando trayendo en mi bolso. ¡Miles de turistas de todo el mundo! ¡Miles de prostáticos, a juzgar por la edad de cientos de las visitas! ¡Pero señores! ¡Pongan baños! Con toda la plata que ganan, ¿cómo es posible? Cuando me estoy secando las manos miro el reloj y me doy cuenta que ya son las 3 de la tarde. No me había dado cuenta. Llevo cinco horas caminando. Con razón me duelen tanto los pies y tengo tanta hambre.

Cerca de donde están los baños está la zona de restaurantes, allí mismo, al interior del museo. Me formo en una larga fila, a esas alturas ya es costumbre. Como sé que no hay ningún sudamericano a la vista, sé con certeza que la fila avanzará correctamente sin colados adelante. Cuando llega la hora de elegir no hay muchas opciones. Me conformo con una ensalada, papas, unas alitas de pollo y un postre parecido al pie de limón, sólo que tiene durazno. Pido un té verde frío y light. Prefiero irme por lo seguro. En ocasiones he elegido platos con nombres raros y me he llevado sorpresas desagradables. Me dispongo a comer las alitas de pollo, pensando que es más de lo mismo, pero cuando comienzo a comer me llevo una sorpresa de las buenas. Tienen un sabor exquisito. Está cocinado con hierbas, no reconozco ninguna. Los franceses, fiel a su estilo, hacen de la comida un arte. No podía ser de otro modo. Mientras como y escucho la música de John Denver, comienzo a escribir esta historia que comenzó en la madrugada y que terminaré más tarde.

Luego del almuerzo me dirijo a la sala donde está la reina de las pinturas: “La Gioconda”, más conocida como la Mona Lisa. No soy el único, una riada de gente va al mismo lugar. Cuando llego al lugar el espectáculo es sofocante. Cientos de personas apretujadas frente a la pintura para verla sólo un instante. La tienen tras un cristal antibalas y encima de algo que parece un altar, con un separador de madera primorosamente construido. Todo está insertado en una pared de piedra que no llega al techo. La construcción en sí misma es toda una obra de arte. Me decepciono un poco. Estuve en una exposición itinerante sobre Leonardo Da Vinci, en Lima, Perú y disfruté más, en fin, todo sea por decir que vi el original, sólo a unos metros de mi cara. Todo tiene un carácter surraelista. Miles de personas, en los más diversos idiomas rendidos frente a esa pequeña y gran obra de arte. Tal vez han escuchado miles de historias, algunos adolescentes con cara de aburridos, no tienen idea de la razón de tanto jaleo. ¿Qué pensaría Leonardo Da Vinci al saber que su obra ha sido tratada de ese modo. Misteriosamente en ese momento comienzo a escuchar en mi Ipod la canción “Los momentos”, de Eduardo Gatti, y me parece que es justo para ese instante. Me entra una extraña nostalgia, tal como me ocurre cuando escucho algunas piezas musicales como el Bolero de Rabel que me trae recuerdos inolvidables, de otros instantes, que a veces parecen siglos.

Luego me voy a ver a la Venus de Milo, tengo ganas de conocerla, de saber por qué tanta alharaca con dicha estatua. A estas alturas no estoy para recorrer todo, sino para elegir aquello que siempre he querido admirar. Cuando la veo me quedo mudo. Es amor a primera vista. La veo, me ve y nos enamoramos. ¡Qué hermosa escultura! El escultor cuando la hizo debe haber estado enamorado, no se puede construir algo tan bello sólo por amor al arte. Es mucho más alta de lo que imaginaba. Sus formas clásicas revelan una armonía extraordinaria. Su rostro apacible es una invitación a la reflexión estética. Escucho una suave melodía de Nana Mouskouri, no podía ser de otro modo, es la música perfecta para ese momento. 

De allí continuo hasta el patio de las esculturas. Hay un espacio gigantesco dedicado a cientos de esculturas, de los diferentes periodos. Me río con algunas damas que se fotografían frente a algunas esculturas hermosas, donde los adonis están desnudos, mostrando sus testículos y penes, con total inocencia. No estoy seguro que las señoras que se fotografían frente a esos esculturales cuerpos sean así de ingenuas. Me sonrío cuando un poco más allá, entrando a estatuas de la Edad Media, veo el mismo estilo renacentista, sin embargo, en vez de mostrar la anatomía completa éstos están cubiertos con hojas, o con un manta, o con algo que cubre sus partes pudendas. La escultura señala el derrotero de la humanidad.

De pronto caigo en la cuenta que me estoy comportando como los japoneses, sacándole fotos a cuanta estatua ven. Pienso que cualquier libro puede contener mejores fotografías que las mías. Me dirijo a una librería que he visto hace un momento y busco una guía oficial del Louvre, y las hay en todos los idiomas, infaltable el Español. Es un libro en papel couche de más de mil páginas, con fotografías profesionales. Guardo mi cámara. El resto del paseo lo dedico a observar sin fotografiar y de vez en cuando mirando mi guía.

Dan las 8 de la tarde. Es hora de irse. No he visto ni la cuarta parte. Salgo bajo esa pirámide ridícula y veo que está lloviendo. Paris anochece. Tengo una sensación de alegría extraña. Comienzo a escuchar a Armik, la guitarra flamenca me acompaña. Pienso que no podía ser de otro modo, parece que mi Ipod sabe dónde estoy. Me devuelvo por donde he venido, no quiero mojarme. He visto un letrero dentro del Louvre que indica que hay una estación de metro allí mismo. Voy caminando y de pronto, entro a otro palacio, uno moderno, es un shopping de primer mundo, lleno de tiendas sofisticadas. Veo una tienda de Apple, no podía faltar. Entro, quiero saber sobre el Ipad 2, quiero ver si es tan estupendo como he escuchado. Es otra obra de arte, tal vez en algunos años, esté en algún museo para que alguien abobado como yo la observe, nostálgico. Mi paseo culmina en otro lugar de artistas. Escucho a Jean Manuel Serrat, “todo pasa y todo queda, pero la vida es pasar, caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

Los versos de Machado son perfectos para terminar el día. He estado ocho horas en un lugar hermoso, y no he visto casi nada. Es un homenaje al ser humano, a los que sueñan, los que crean, los que inventan, los que no se conforman con la mediocridad, los que siempre aspiran a más. El Louvre cuenta la historia de los soñadores, los que alguna vez trataron de locos y que hoy admiramos como genios. Me sumerjo en el metro de Paris, mañana buscaré a Rodin.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

domingo, 24 de abril de 2011

La muerte de un hijo, el dolor más extremo

Dedicado a la memoria de Arturo Darynel Velasco 

Hace algunos días ha muerto un amigo. Se ha apagado una sonrisa. Hemos llorado su partida. Aún retumban en nuestro recuerdo su risa contagiosa y su amor incondicional. Esta semana el dolor me ha hecho llorar varias veces.

Era sólo un niño, pero me cautivó desde el momento en que lo conocí. No olvido una de sus frases célebres, mientras jugábamos con sus padres y tíos a las imitaciones: “Yo soy un cerebrito, por eso mi grupo va a ganar”.

Darynel
No puedo imaginar el dolor que deben estar sintiendo sus padres. Sólo pensar en ellos se me nubla la vista y se me llenan los ojos de lágrimas. Nunca un hijo debería partir antes que sus padres. Es un dolor que parte la existencia. Es el sufrimiento más desgarrador que puede sufrir algún ser humano.

Nunca perdí a un hijo, pero si perdí a un hermano, a un hermano que crié como si fuera mi hijo, porque me adoptó como padre cuando nuestro progenitor no estuvo con nosotros, fui su hermano-padre, así que en parte puedo entender. Sé lo que se siente al ver a un ser querido dejar de respirar. Fui la última persona que besó su frente cuando con el mayor dolor que he sentido alguna vez, lo vestimos y lo pusimos dentro del féretro. Dirigí su funeral y lloro su partida aún hoy, después de 16 años. Porque como dijera el dramaturgo Bernard Shaw: 
Los muertos recién desaparecen con la muerte de sus deudos, y por lo tanto son estos, quienes deben continuar siendo su pensamiento y su recordada memoria.
Cuando viene la muerte, sobreviene uno de los momentos más difíciles en la vida de una persona. Es el momento de los cuestionamientos y de las preguntas. El instante cuando toda la construcción ideológica que hemos construido a lo largo de nuestra vida es sometida a la prueba más difícil que pueda enfrentar un ser humano.

Cuando murió Joel Josué, mi hermano menor, no sabía todo lo que sé ahora respecto a la muerte, por lo tanto, mi enfrentamiento a ese momento no fue el mejor. La vida nos va formando y ese instante fue para mí un momento decisivo de aprendizaje. Algunas de las cosas que aprendí:

La forma en que los padres viven la muerte de sus hijos 

El sentirse responsables

Los padres nos sentimos responsables de proteger y cuidar a nuestros hijos, por eso cuando uno de ellos muere el primer sentimiento que sobreviene es el de culpabilidad y una gran sensación de fracaso. Sea cual sea la causa de la muerte, lo primero que hacen los progenitores es sentir que fallaron, que algo no hicieron bien, que deberían haber hecho algo para evitar que sucediera lo que ocurrió.

Sin embargo, por mucho que la persona se sienta culpable, ese sentimiento no ayuda, en especial a quienes sobreviven al hijo. Culparse a sí mismo no revive al hijo que ha partido.

Como señala un autor:
Haber sobrevivido a un hijo es sentido, a veces, como falta de amor parental; dejar de penar, es sentido como falta de lealtad, traición o abandono al hijo muerto. 
Por esa razón es tan importante elaborar el duelo, para que ese sentimiento pase y no provoque un daño que a veces puede ser más complejo que el dolor por la ausencia.

Rabia y desolación por sobrevivir

Paradojalmente, uno de los sentimientos más comunes de los padres en el contexto de la muerte de un hijo es una profunda ira por no haber partido primero. Muchos padres sienten la muerte de un hijo como una injusticia. Es común escuchar frases que dicen: “Ningún hijo debería morir primero que sus padres, eso no es natural”.

Pero, no hay explicación para muchas cosas, y sentir rabia y desolación ante la partida de un hijo, no ayuda a superar el momento desgarrador que se vive.

Ubicarse en el dolor

Cuando muere un esposo o esposa se es “viudo o viuda”. ¿Qué se es cuando se muere un hijo? ¿Cómo ubicar el dolor en el contexto de ser padres? Es una pregunta que provoca no sólo desazón sino que obliga a replantearse toda la vida.

¿Quién está preparado para la pérdida de un hijo? Sigmund Freud alguna vez escribió:
Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte. 
Pero, ¿es posible eso? ¿Cómo llenar el vacío? O como dijera Mafalda en uno de sus comic: "Y ahora, ¿cómo lleno el hueco que tengo en el pecho?"

El dolor es aún más dramático cuando nos enfrentamos a la muerte de manera abrupta, sin que la esperemos. Cuando se está al lado de un enfermo terminal, su agonía es nuestra preparación. Cuando parte un hijo de pronto, es como perder un brazo o una pierna de un momento a otro. Como diría uno de mis escritores preferidos José Luis Martín Descalzo, con toda razón, en su libro Razones para vivir:

La muerte inesperada de un ser querido reduce a cenizas un corazón.
Ubicarse a sí mismo en el dolor es una de las pruebas máximas que nos exige la pérdida de un ser tan querido como un hijo. Con la muerte de un hijo mueren sueños, ilusiones, y se cae abruptamente en la cuenta de que nada ya va a ser lo mismo. Cada año, en el cumpleaños del que partió, se volverá a sentir la pérdida, inevitablemente el recuerdo será doloroso.

La forma en que la pareja vive la muerte de un hijo 

Es común que la pareja enfrente serios problemas matrimoniales luego de la pérdida de un hijo. Las razones son varias, y no dejan de ser complejas en sí mismas, por las implicaciones que tiene.

La forma de vivir el dolor

En primer lugar, un elemento altamente subjetivo se instala en la relación. El dolor no se vive de la misma manera ni se expresa de la misma forma. Muchas personas sienten que su pareja no está sintiendo el dolor de manera suficiente o en el polo contrario, que está exagerando su sufrimiento.

En este sentido, es preciso ponderar las cosas. Ningún ser humano vive el sufrimiento de la misma manera que otra persona. Cuando calificamos el dolor ajeno entramos en un campo minado. No podemos entender los sentimientos de angustia y sufrimiento de otra persona, por muy esposo o esposa que sea. El dolor tiene siempre un componente individual, subjetivo, intransferible.

Las parejas deben aprender a respetar sus dolores mutuos y la manera de vivirlo y expresarlo, porque de otra manera, tendrán que enfrentar el gran problema de tener que vivir no sólo el duelo de la pérdida de un hijo, sino el desgarro de un conflicto matrimonial.

Sincronización del dolor

Los seres humanos somos personas complejas, contradictorias y difícilmente alguien actué igual que otra persona en situaciones tan dolorosas como la muerte de un hijo.

Es común que, tal como vimos, los padres vivan el dolor de manera diferente, pero también, es habitual que lo vivan en momentos distintos.

En el primer momento uno de ellos tiende a ser el fuerte y el que protege y consuela. Por lo tanto, no se da permiso a sí mismo para vivir el dolor con la misma intensidad que el otro, pero, a medida que pasa el tiempo. Uno de ellos comienza a sanar la herida y dar paso a la cicatriz, pero el otro, puede comenzar a revivir el hecho y expresar el dolor, como no lo hizo antes. Esta falta de sincronización a veces es causal de conflictos de pareja, porque el que está sanando no entiende que el otro esté en un momento distinto al que el otro está viviendo.

Por lo tanto, lo correcto es lo mismo que hemos dicho en el punto anterior, no juzgar, no interpretar, sólo acompañar y entender, que hay dolores que tenemos que vivir, y que nadie, por ninguna razón lo puede vivir por nosotros.

El culparse mutuamente

Por otro lado, es también común que muchas parejas caigan en situaciones de reproches y culpas, producto del dolor que sienten, y porque los seres humanos, siempre buscamos culpabilizar a otros de lo que nos pasa, y es siempre más sencillo culpar a quien está más cerca.

Es común en el contexto de la muerte de un hijo escuchar frases tales como “deberías haber hecho…”, “tendrías que haber…”, “por culpa tuya…”, “si hubieras sido…”, etc., frases todas dichas en el contexto de una situación dolorosa, lo que hace que las personas no piensen adecuadamente y se dejen llevar por el dolor más que por la razón. Cuestionar lo que el otro hizo o dejó de hacer, simplemente, no ayuda.

Ninguna persona equilibrada quiere la muerte de un hijo. Nadie en su sano juicio actúa de manera tal de provocar la muerte de un hijo, por lo tanto, dichas frases y actitudes de culpar al otro en vez de ayudar a superar la crisis, lo único que hacen es ahondarla.

Como señala de manera bella la periodista catalana Mercè Castro Puig:

La culpa, la que sea, es siempre un callejón sin salida, oscuro, en el que, irremediablemente, nos estrellamos. Como un parásito, se adueña de nuestra mente hasta que enfermamos. Con la culpa como compañera de viaje es imposible avanzar porque nos remite siempre al pasado. Somos humanos y eso no es un tópico es una realidad. Y los humanos ni tenemos superpoderes ni podemos evitar lo inevitable. Y son muchas las veces que nos equivocamos, dudamos, divagamos, incluso somos capaces de atrincheramos en la culpa sin ser responsables de nada… Los errores, sean ciertos o imaginarios, forman parte de nuestra condición, son inevitables, lo bueno, lo que nos acerca a la luz es reflexionar y perdonarnos tantas veces como sea necesario.
Alteración del deseo

Muchas parejas, en el contexto de la muerte, ven alteradas sus vidas de una manera dramática. Una de las facetas que a veces no se aborda y que se tiende a obviar como innecesaria es la vida sexual.

En este contexto ocurren dos fenómenos, en sí mismos complejos y desconcertantes. Algunas personas en el contexto del sufrimiento aumentan su apetencia sexual, lo que suele ser chocante para aquellos que les ocurre exactamente lo contrario.

Hay varones y mujeres que pierden el deseo sexual, en parte, porque se sienten culpables de sentir placer o buscar algún tipo de retribución sensual, en el contexto de la pérdida de un ser amado. Por eso, cuando algunos ven que su pareja, le sucede todo lo contrario, que busca precisamente la vida sexual como un medio de evasión o porque es su manera de olvidar por algún momento el dolor que está sintiendo, se sienten traicionados o culpables.

En el mismo contexto anterior. Cada persona vive su dolor de manera diferente y expresa sus apetencias también de forma distinta. Entenderlo, conversarlo, respetarlo, es primordial, para evitar conflictos y sufrimientos anexos al dolor que ya se está sintiendo.

Negación

La mente en su complejidad a veces inventa caminos para evadir el dolor, uno de los senderos más transitados por los dolientes que pierden a un hijo es la negación. No enfrentan el hecho ineludible de que el hijo ya no está. Por lo tanto, se centran tanto en el dolor, que caen en juegos de negación.

Hay personas que siguen preparando comida para el que partió, que hablan con el que no está, que se ocupan de tareas que el hijo que no está hacía, etc. Todo eso, de algún modo, es negar el hecho de que la muerte cuando viene es definitiva.

Olvidarse de ser pareja

El psiquiatra Carlos Bianchi, señala que:

Cuando la pareja es dramáticamente conmovida por la muerte de un hijo, es comprensible que cada uno de los padres esté sumergido en su propio dolor y que la relación de pareja no esté, en ese momento, en el primer lugar de sus preocupaciones.
Las parejas que se olvidan de ser pareja en medio de su dolor, no logran entender que cuando el funeral pase, cuando los pésames ya no estén, que cuando los amigos se marchen, cuando los familiares ya no estén, sólo se tendrán el uno al otro. Por lo tanto, es imperioso acompañarse y servir de apoyo uno al otro. Lo necesitarán para más adelante, cuando vengan momentos de desánimo, que son normales, pero que se viven mejor cuando la pareja está presente no sólo en cuerpo sino activamente.

Cuando el dolor se maneja de manera adecuada, puede ayudar a la pareja a afianzarse mutuamente. Cuando es lo contrario, se corre el peligro de llevar al cementerio no sólo al hijo, sino al matrimonio.

Asumirse como víctima

Muchas personas, actúan como si su dolor fuera más intenso que el de su pareja. Lamentablemente, por una cultura centrada en la madre, esto suele ocurrir con más frecuencia con mujeres que actúan como si ellas fueran las únicas que sufren o que su dolor fuera más importante, por ser madres.

Eso es absurdo, injusto y dolorosamente cruel con la pareja. Todo padre sufre el dolor de un hijo, y comparar el dolor, o actuar como víctima no ayuda, al contrario, daña y provoca dolores innecesarios en otros.

Lo que hay que entender y que en el dolor se olvida 

El dolor no se puede vivir solo

Cuesta entender, especialmente a varones, que el dolor no se debe vivir solo. Que es importante y sano, tener un hombro sobre el cual llorar. Carlos Bianchi dice:
El peor de los duelos es el duelo solitario.
Tiene toda la razón, porque un duelo solitario no sólo aísla más, sino que impide que el dolor de paso a la sanidad y la cicatriz.

Los seres humanos, por nuestra configuración mental y social, necesitamos de otros para sobrevivir los momentos difíciles. Por eso que aislarse en el dolor, sólo lo acrecienta.

Es preciso tener a alguien con quien llorar. Una persona que sea capaz de escuchar nuestras angustias, temores, rabias y frustraciones. Sin ayuda de otro, el dolor tiende a enquistarse y produce un daño grave en la vida del individuo.

No hacer un monumento al dolor

Una actitud cultural común, es construir monumentos al dolor. Quedarse estancado en el sufrimiento y no darse permiso a sí mismo para continuar viviendo. Muchos recurren a este artilugio mental por una “fidelidad” mal entendida al que ha partido.

Muchas personas no sólo ven alterada su vida con la muerte de un hijo, sino que detienen su existencia cuando eso ocurre. Actuar de ese modo, no ayuda en absoluto a nadie, al contrario, produce a la larga más pesar.

Por duro que suene, la vida continúa. Hacer del dolor un monumento, sólo contribuye a que la herida quede permanentemente abierta. Las heridas tiene que cerrarse y dejar el paso a la cicatriz, que siempre estará, pero ya no provocándonos el dolor desgarrador del primer momento.

Muchas personas al morir un hijo caen en un proceso destructivo porque al hacer un monumento de su dolor, caen en actitudes negativas como censurar la risa, las bromas y aún la actitud positiva de su cónyuge, considerando que no está “sufriendo lo suficiente”, olvidándose que la vida tiene que continuar y que quedarse estancado, sólo contribuye a mayor sufrimiento.

Entender que cada persona tiene un ritmo y una forma de vivir su dolor

Muchas parejas que pierden hijos se olvidan de construir nexos que no los destruyan. El dolor es tan grande que no aprender a respetar los ritmos y formas de vivir el dolor.

Es preciso ser cautos, en lo que se dice, y en la forma en que se valora lo que el otro siente, para no caer en excesos al juzgar o condenar a la pareja porque está viviendo su dolor de una determinada forma.

El dolor debe expresarse, no guardarse en el armario y cerrarlo con llave para no dejarlo fluir. Es preciso que los sentimientos de dolor se expresen “antes de que se conviertan en una amargura negra, en una roca tan pesada que nos impida volver a la vida”, como dice la periodista Mercè Castro Puig, quien sufrió la pérdida de un hijo.

Los hermanos que sobreviven

Muchos padres, ante la pérdida de un hijo, cometen el error de olvidar u obviar el dolor de los hermanos.

No sólo los padres pierden a un hijo. Los hijos que sobreviven pierden a un hermano, un amigo, un compañero o un confidente. Como lo expresa el poema de Guillermo González, titulado “Carta a un hermano que ya no está”:
Cómo puedo hablar contigo / Cómo puedo decirte lo que siento / Cómo el silencio de tu ausencia me duele / el silencio de tu dolor me hiere.
Cuando los padres se concentran tanto en su dolor y dejan de lado a sus hijos que quedan, entonces, a menudo provocan un daño tan grande, que se necesitan a veces décadas para sanar, no la pérdida de un hermano, sino la ausencia de los padres que en su dolor, olvidan ser padres de los que quedan.

Cuando el dolor no se maneja de manera adecuada los hijos que sobreviven comienzan a experimentar emociones contradictorias, como sentimientos de culpa por el dolor de sus padres y sentir que tal vez deberían haber muerto ellos y no sus hermanos. Sentimiento que es altamente destructivo y que no ayuda a superar el dolor de manera sana.

Los padres no deben aislarse en su dolor. No deben permitirse dejar a sus otros hijos lejos de sus vidas en esos momentos. Por último, si no saben manejar la situación, deberían pedir ayuda, para que sus hijos que sobreviven no experimenten sentimientos y emociones que simplemente los dañen más, por la pérdida de su hermano.

Las familias superan mejor el dolor cuando padres e hijos están juntos en el duelo y en el proceso de sanar la herida y dar paso a la cicatriz.

Escuchar con empatía, llorar juntos, y entender los ritmos de dolor distintos de cada persona, es lo que ayuda a que el proceso de sanar, sea más efectivo y constructivo.

Creer no implica dejar de sufrir 

Una reflexión aparte merecen los creyentes. Muchas personas religiosas optan por el peligroso camino de sentirse culpables porque sufren o de reprimir sus emociones porque supuestamente al tener esperanza no deberían sentir dolor.

Una cosa es creer, otra muy distinta es sufrir. Muchos olvidan que Jesús lloró ante la tumba de Lázaro. Expresar dolor y sufrir, no implican no creer, sino simplemente revelan que las personas son humanas, y que no pueden dejar de sentir.

Creer no invalida el sufrir. Creer no es impedimento para llorar. Se puede llorar, y seguir creyendo que “Cristo es la resurrección y la vida”. Una cosa no quita la otra.

Llorar, expresar dolor, aún molestia, no significa que una persona renuncie a su fe. Es absolutamente normal y necesaria la expresión del dolor.

Cuando cristianos bien intencionados pero mal enfocados, pretenden que alguien que sufre la pérdida de un ser amado no exprese su dolor, no sólo actúan con crueldad, sino con falta de sentido común.

La no expresión del dolor, tarde o temprano provoca más problemas que beneficios.

La comunidad cristiana está para apoyar, acompañar, abrazar, ayudar, colaborar, no para juzgar ni convertirse en árbitros de los sentimientos de otros.

Sufrir no implica estar en camino de descreimiento, al contrario, es simplemente la constatación de que se es humano, ni más ni menos.

Superar el duelo 

Vivir el duelo es necesario, con todas sus etapas. Lo negativo es no superar el duelo. Quedarse en el dolor, vivirlo como si fuera la terminación de la vida. No hay un período cronológico establecido para el duelo, ponerle tiempo es absurdo, lo único sano es entender que el duelo es un proceso que debe vivirse, no hay otra forma de enfrentarlo que vivirlo. Debe vivirse al ritmo de cada uno. No se puede hacer una maratón con el dolor, cada persona debe caminar ese sendero al ritmo que su asimilación se lo permita.

Se sabe que el duelo se ha superado cuando la herida da paso a una cicatriz. Sabemos que existe, entendemos que está allí como un recuerdo de la pérdida, pero ya no nos causa el dolor desgarrador que nos causaba antes.

Se supera el duelo cuando estamos dispuestos a planificar la vida y a abrirnos a nuevas relaciones y vínculos, incluyendo la decisión de tener otro hijo, cuando es posible, o de ver la existencia con una mirada más positiva, cuando ya no se está en condiciones de emprender nuevamente el camino de la paternidad. Los hijos son insustituibles, ningún otro ser humano puede reemplazar al que ha partido, sin embargo, abrirnos a la vida, es en muchos sentidos, entender que la vida continua y no se detiene, que detenerse es morir estando vivos.

Me gusta pensar que la noche, por más negra, oscura o tétrica que pueda parecer, siempre da lugar al sol, que termina por mostrarnos un nuevo amanecer, con todas sus luces y sombras, pero una nueva oportunidad al fin.

Ganarle a la muerte, es mirar la vida y el nuevo día con esperanza. Entender que el dolor no puede destruirnos, que podemos emprender el camino de la existencia, cada día, con nuevas fuerzas y con el sentimiento de que no hay nada tan difícil que nos pueda destruir, si no queremos.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

sábado, 2 de abril de 2011

Tan cerca y tan lejos

―Tenemos que salir después de las 7 de la mañana, antes es peligroso.

Con esa frase percibo la primera voz de alerta en relación a lo que ocurre, en la otrora, tranquila Nueva León, en el norte de México.

En la tarde anterior he estado alojando en casa de un amigo y me ha hablado de un tiroteo que ha ocurrido a escasos metros de su casa. La escuela de la hija está a tres cuadras de la casa, pero ellos no la dejan ir caminando. Se respira un aire de inseguridad. Se desconfía de todos.

Salimos en dirección a Monterrey, vamos tranquilos, hay muchos vehículos en el camino, de pronto, en una zona de baja velocidad nos para un policía municipal. Nos dice que vamos a exceso de velocidad en zona escolar. Le decimos que no es cierto, que vamos bien, y que además, no hay ningún letrero que indique que hay un colegio cerca. Nos indica a sus espaldas y sólo vemos casas y nada más. Comienza una larga perorata acerca de que tendremos que pagar 1.200 pesos mexicanos y tendremos que ir a pagar a la delegación. Mi compañero se baja de la camioneta y me dice:

―¡Quieren una mordida! –Eufemismo mexicano para referirse a la coima o soborno.

Va hacia la parte posterior del vehículo, conversa con el pseudo-policía, y luego viene y me dice:

―Tienes 50 pesos, no tengo sencillo y no quiero darle más. Al final, termina “pagando” 150 pesos por una infracción que nunca existió.

Al avanzar y esperar que su enojo se calme le pregunto:

―¿Por qué pagaste?

―Porque estos tipos son tan peligrosos que son capaces de dispararte y acusarte de narcotraficante.

Seguimos, con un trago amargo. Llegamos a Reynosa, estamos a una cuadra de entrar a la aduana que separa a México de EE.UU. y suena una bocina detrás de nosotros. Una camioneta de policía municipal, otro más.

Se baja otro policía mafioso y con prepotencia le dice a mi amigo:

―¡Qué no oye la bocina! Vengo hace rato detrás de usted.

Eso es falso. Hemos venido mirando hacia atrás. Venimos lentos porque no queremos pasarnos de la puerta que conduce al puente internacional. Con su manera prepotente y aprendida de memoria nos aborda oliendo que somos extranjeros y nos dice:

―El vehículo quedará retenido durante 36 horas y usted tendrá que pagar una multa de 4000 pesos. La ley lo dice.

―¿Qué delito cometimos?

―Dio una vuelta demasiado rápida en una zona de baja velocidad.

―Eso no es cierto. Venimos lento precisamente porque estamos buscando la entrada para el puente internacional.

Comienza a intimidar, finalmente dice, les voy a hacer un favor, paguen al menos la mitad de la multa, es decir, 2000 pesos. Mi amigo rápidamente le dice:

―No tengo más que 300 pesos.

―No, es muy poco, 600 sería más razonable.

Mi amigo se mantiene firme y le dice no tengo más.

Nos queda mirando y de pronto, en un movimiento rápido simplemente le arrebata los 300 pesos y se va raudo dejándonos los documentos que no nos quería entregar.

Entramos a la aduana, con un sabor amargo. Dos veces en el día estafados por quienes deberían protegernos.

Pagamos el peaje y entramos al puente internacional, lugar donde se supone sólo se entra con autorización especial, pero de pronto nos vemos inundados por decenas de personas que están al lado de los vehículos. Mendigos, vendedores y lavadores de parabrisas. Se acercan dos personas, un adulto y un joven, y sin que podamos decir nada comienzan como si nada, como si fuera lo más normal del mundo a limpiar el parabrisas. Mi amigo resignado comienza a buscar algunas monedas en su bolsillo y le digo:

―¿Por qué les vas a pagar si no se lo pediste?

Él me mira con una sonrisa resignado y me dice:

―Si no les doy nada, alguno de ellos va a pasar por el lado del vehículo y me va a rayar el auto con un clavo o una piedra. Sale más barato darle una moneda.  

Dicho esto uno de ellos se acerca y simplemente extiende la mano, no pregunta, no dice nada, es un trato tácito: O me pagas o te rayo el auto.

Los hombres se van y de pronto sentimos que detrás alguien está limpiando el vidrio trasero. Termina y se acerca y golpea la ventana. Mi amigo sólo atina a decir:

―Ya limpiaron.

―Págame, ellos limpiaron adelante, no atrás.

Mi amigo no dice nada y entrega una moneda. Hemos sido asaltados por tercera vez en el día, por limpiadores de vidrios que más parecen maleantes extorsionadores, que individuos que prestan un servicio, que por lo demás, es innecesario en vehículos que tienen limpia parabrisas.

Estamos en silencio. Asimilando los robos del día, pensando en todas las historias que hemos platicado en el trayecto. De los secuestros, extorsiones, asesinatos, de los narcos y de quienes le apoyan, de las muchas personas que están prácticamente secuestradas en su propio país sin poder hacer nada frente a autoridades corruptas, delincuentes organizados y tantas situaciones que simplemente tornan la vida cada vez más difícil a quienes quieren vivir en paz.

México es un extraordinario país. Con bellezas y riquezas naturales dignas de una superpotencia, sin embargo, la riqueza está distribuida de una manera tan poco equitativa que resulta complejo evaluar lo que realmente ocurre detrás de tanta pobreza.

El pueblo mexicano es cálido, acogedor, confiable, amistoso, alegre, creativo, trabajador, esforzado, por eso sorprende que una sociedad con esas características esté secuestrada por bandas de delincuentes que tienen una guerra fratricida entre ellos, y donde la población civil es la que paga las consecuencias, como diría el eufemismo de Bush, “daños colaterales”.

Voy pensando en eso, cuando mi amigo me saca de mis cavilaciones y me dice, como reflexionando en voz alta:

―¡Que extraordinario! Tan cerca está la frontera, y cuando pasemos es otra realidad, otra cosa, todo diferente.

Avanzamos, pasamos la frontera y nos adentramos en McAllen, Texas, y de verdad, es otra cosa. Orden, limpieza, avenidas amplias, silencio, no hay basura, no hay mendigos, ni pitazos, y eso que se ven muchos mexicanos, incluso los oficiales de la frontera a todas luces son descendientes de sus vecinos a quienes ahora controlan. No le temo a la policía, más bien, la miro con respeto. No vemos militares con ametralladoras por ningún lado, de hecho, no vemos a un sólo policía en todo el día.

Tengo que hacer un trámite. Entro al banco, un agente se levanta sonriente, me da la mano, saluda de igual modo a mi amigo, y en perfecto español se ofrece a atendernos. Le digo la razón por la cual estoy allí y me dedica dos horas completas. Atiende todas mis preguntas. Soluciona el problema que tengo. Me ayuda más allá de lo que esperaba y salgo contento, pensando que estamos tan cerca, pero a la vez, tan lejos.

No soy ingenuo, EE.UU. también tiene problemas internos graves, no quiero tapar el sol con un dedo, simplemente quiero constatar un hecho. Es otra la realidad, otro el enfoque. Al pasar la aduana mi amigo me advierte que debo llevar 6 dólares exactos para pagar el permiso temporal que te dan (aún cuando tengo una visa múltiple por diez años), y al pasar me cuenta que hace un tiempo el tenía que pagar 24 dólares, pero no tenía justo, sino 25 y le dijo al aduanero:

―No importa, quédese con el dólar. ―El hombre le respondió.

―No corresponde quedarme con ningún dólar. Consiga sencillo.

Estuve todo el día en esa ciudad fronteriza norteamericana. Al regresar a México, estoy nervioso. Temo que nos encontremos con más policías corruptos, o que lleguemos de noche y seamos interceptados por algún grupo de narcos que por esa zona abundan y como serpientes merodean en las noches que es cuando hacen sus transportes.

Tenemos que llegar temprano, mi amigo me dejará en un hotel, cerca del aeropuerto y él viajará aún una hora para llegar a su casa. Tomamos un camino por el cual se ahorra tiempo, pero no hay suficientes letreros para saber por dónde ir. Llegamos a una gasolinera y mi amigo se baja a preguntarle a un hombre, bien vestido, que está en una camioneta. Tiene un sombrero como los que usa la gente de las haciendas. Le dice que buscamos el aeropuerto y él nos dice que lo sigamos, que él va en esa dirección.

Lo seguimos, son 30 kilómetros, en más de alguna oportunidad se nos pasa por la cabeza que podría ser una trampa. Cuando se está en medio de lobos se sospecha hasta de la sombra. Llegamos a un peaje, el hombre se baja, viene hasta nuestro vehículo y nos dice que él seguirá de largo, pero que a dos kilómetros hay un desvío y un letrero que dice aeropuerto. Le agradecemos y el hombre se va.

―El Señor nos envió un ángel ―dice mi amigo.

Yo pensé, es posible, en medio del caos siempre hay ángeles, personas que deciden ser diferentes, que optan por traer paz en medio del conflicto, por hacer la diferencia entre lo que es correcto e incorrecto. Si definitivamente, aquel hermano mexicano, decidió portarse como un ángel, una persona que hace la diferencia, tal como millones de personas en este hermoso país que son honestas, pacíficas, trabajadoras y sanas, ante un puñado de inadaptados que han secuestrado la paz de toda una sociedad.

Tan cerca, y tan lejos.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.