martes, 24 de mayo de 2011

El derecho a ser feliz

Dentro de algunas semanas un amigo se va a casar. No es cualquier amigo, es un anciano, enviudó hace varios años, lo aprecio mucho, fue muy importante en un momento de mi vida. No es su primer matrimonio, de hecho, será el tercero. Después de la muerte de su esposa, se casó, pero, no le fue bien, al contrario, tuvo una gran decepción de la cual no suele hablar por el dolor que le causa.

El otro día una persona poco sabia y con una empatía del porte de una hormiga dijo a modo de protesta:

―Supongo que no pretenderá casarse con bombos y platillos ni hará una fiesta.

Otra persona respondió:

―¿Por qué no? ¿Acaso ha hecho algo malo? ¿No tiene derecho?

Esta conversación ha motivado mi reflexión de hoy. De hecho, me hace pensar en la falta de empatía frente a las vivencias de otros.

¿Qué derecho tenemos a erguirnos en jueces de otros? ¿Qué nos impulsa a juzgar los motivos y las intenciones de otros?


El derecho a ser feliz

Todas las personas tienen derecho a ser felices y plenas.  A veces, algunas personas, vaya a saber por qué oscuros conflictos interiores, tienden a negar la posibilidad de ser felices a otros. Son como perros del hortelano, no son felices, pero tampoco quieren que otros lo sean.

La felicidad es un bien tan relativo y subjetivo, que cuando se tiene al alcance es absurdo no tomar un poco de su néctar sabroso. Si además, tienes fecha fija con el cementerio y vez que los años que te quedan por delante son pocos y la vida te la oportunidad de pasar esos últimos años con alguien a tu lado que no sólo sea tu compañía sino que te ame y te aprecie, ¿quién tiene derecho a oponerse?

El derecho a ser feliz debería estar consignado como un derecho humano básico, y por lo mismo, se debería exigir que nadie interviniera en los senderos de otros que buscan desesperadamente tener una sonrisa de satisfacción en el día a día.

Esta vida ya es lo suficientemente compleja y difícil, como para además soportar la carga de personas que están allí fisgoneando en qué momentos sonreímos para darnos un palo de soberbia revanchista y no permitirnos vivir algún momento de alegría y satisfacción.

La soledad es demasiado amarga

La soledad no es una buena compañía, al contrario, suele ser amarga y dolorosa. Si alguien tiene la oportunidad de encontrar a alguien que esté dispuesto a acompañarlo y pasar las horas que restan de vida a su lado, ¿quiénes somos para ariscar la nariz o sospechar de la alegría de alguien que tiene todo el derecho del mundo a buscar la compañía de otra persona?

Estar solo no es agradable, menos aún en la vejez, cuando los hijos, nietos y otras personas construyen su vida con la ilusión de la eternidad y no tienen ni la energía ni el interés de acompañar a un anciano u anciana.

Hace algún tiempo leí el caso de un asilo de anciano cuya directora hizo un escándalo porque dos de los ancianos de su institución se enamoraron y planearon casarse. Ella exclamó a todos los medios: ¿Qué se creen? ¿Cómo es posible a esa edad?

Ya quiero ver a esa mujer amargada, vieja, llena de achaques, enferma de soledad y sin nadie con quien compartir un pedazo de pan y una taza de té. El café de la tarde tomado en la terraza a la puesta de sol, pero sin nadie al lado, sabe a carbón quemado, sin gusto y con sabor a ajenjo.

Hacer fiesta por la alegría

El amor es bello a cualquier edad. Dichosos los que aman. Dichosos los que han tocado el cielo al compás del Bolero de Ravel. La alegría del amor es como una droga que nos evade de la realidad y nos transporta a otros mundos. Nadie debería privarse del amor, aunque sea por un momento.

Los ancianos si quedan solos deberían ser animados a buscar compañía, alguien que esté a tu lado y les acompañe con los achaques y también con las grandezas que tiene el espíritu humano a toda edad.

Un paseo a la luz de la luna, tomados de la mano, con la piel surcada por los años, a la orilla del mar, es un cuadro hermoso. Dichosos quienes logran mantener la alegría del amor sin tener que dar explicaciones a nadie. De hecho, el amor no precisa de justificaciones. Al contrario, excusar el amor es un absurdo que no admite análisis.

Si de mí dependiera le haría a mi amigo anciano una fiesta descomunal. Tiraría la casa por la ventana. Invitaría a los medios. Pondría un aviso en el diario. Llamaría a algún canal de televisión e invitaría a un locutor de la hora romántica para que les hiciera una entrevista. El amor, a veces se escabulle entre el barullo de la ciudad y las preocupaciones, por eso cuando alguien, a la edad que sea ama, entonces, es hora de celebrar, no de estar ariscando la nariz como la aprendiz de amargura que dice: “Supongo que no hará una fiesta”. ¿Por qué no, digo yo? La haremos, y en grande, pero no invitaremos a esa discípula de la oscuridad, para que no ensombrezca la fiesta con su tristeza que le sale a flor de piel. Pobrecita, capaz que nunca probó de verdad el manjar dulce del amor.

Amigo mío, salud. Un brindis por tu alegría. Un brindis por el amor. Un abrazo a la distancia. Tu matrimonio a la edad que tienes es un canto a la alegría, es sacarle la lengua a la muerte y alejarte del cementerio del brazo del amor. Salud por ti, salud por la vida, salud por quienes se atreven a la edad que sea a amar. Salud por tu futura esposa, por la compañera que la vida te ofrece en el último recodo del camino. Salud porque me animas a soñar, a creer que la alegría siempre es posible.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

lunes, 9 de mayo de 2011

Madre, no hay una sola

Varios saben mi renuencia a celebrar el día de la madre, como no puedo luchar contra la tradición, al menos, puedo darle un giro nuevo. Hoy pensé que no es cierto que “madre hay una sola”. Todos, a lo largo de la vida hemos tenido varias madres. Sólo que lamentablemente, la propaganda y la inconsciencia de comprender que llegamos a ser lo que somos mediado por diferentes influencias olvidamos a las otras madres que han quedado en el camino.

¿Cómo olvidar a Elba, mi abuela, a la que siempre le dije "mamy"? La entrañable madre que nos acompañó a mí y a mis hermanos desde que éramos niños. Nunca supimos de la ausencia de una mujer en casa, porque si no estaba mi mamá estaba ella. Cuando éramos regañados, siempre estaba ella con su dulzura para darnos cariño, y también para darnos monedas a escondidas para comprar chocolates. ¡Qué abuela! Hoy miré una foto de ella, parecía frágil, pero aún cuando quedó viuda siendo joven y se refugió en un silencio sonriente, fue la mejor compañía de mi infancia y adolescencia.

La tía Lala, la que nunca fue tía, pero siempre la sentí con un corazón de oro. Cada vez que iba a su casa salía con algún regalo. Sabiendo mi amor por los libros siempre tenía alguno para obsequiarme. Sabiendo hoy lo que cuestan los libros y entendiendo que ella era una mujer de clase media, esforzada, sé que cada obsequio le costaba y era una forma de mostrarme cariño.

Sonia Wegner, que en mi adolescencia fue más que mi maestra de castellano, fue mi mentora, la guía, la que me inspiró a escribir, la que vio uno de mis cuadernos de notas de adolescente y me dijo mirándome directamente a los ojos: “Algún día serás un escritor, sorpréndeme”. Todos los adolescentes deberían recibir un elogio que les sirva de acicate para el resto de la vida, yo lo recibí y se lo debo a esa mujer que me dio la fuerza de seguir.

Elia Orellana y las largas tertulias en su casa, nunca dudé en conversar mis dilemas, los conflictos que tenía para ver el mundo con esperanza, la soledad profunda de la falta de identidad que vive un adolescente sin padre y sin rumbo. Ella fue mi norte, la brújula que necesité en un momento crucial de mi vida.

Betty Orellana, la mujer de las mil historias, pequeña de estatura grande de alma. Muchas horas pasé a su lado, escuchándola, oyendo con interés sus historias, sus consejos, recibiendo de sus pequeñas manos el cariño y la bondad de una madre que veía en mí y en Mery a los hijos que no tuvo, pero que ciertamente la hacían feliz.

Filomena Quintana, que siendo una alumna a punto de graduarse se daba el trabajo de ser mi amiga, que me llamaba hermanito, cuando en realidad me trataba como si fuera hijo, cuidándome, tirándome las orejas, dándome aliento, mostrándome el camino.

Elena Schulz, que un día me hizo llegar un paquete con una leyenda, “si eres tú estaré muy contenta que lo recibas, si no eres tú, quédatelo y seguiré buscando”. Durante años fue mi madre, la que me alentaba a seguir. Ella fue mi maestra de kínder, pero años después se enteró que yo existía de adolescente, y me acompañó con cariño, con desinterés, simplemente porque creía que era bueno apoyarme… ¡Qué bueno fue tenerte Elena!

Mónica de Foppiano, qué fue mi mentora mientras estudiaba filosofía, que me alentó cuando quería tirar todo por la borda, la que se dio el tiempo de escuchar mis sueños y alentarlos. A veces, incluso de defenderme como leona, eso no se hace con quien no se siente afinidad de hijo.

Esther de Fayard, la anciana de la sonrisa limpia, la que me adoptó a mí, a Mery mi esposa y a mis hijos, como si fuéramos su familia. La que nos recibía con un amor y un cariño inmenso, como si fuéramos los hijos que siempre quiso. Sus consejos, sus críticas a mis escritos, sus palabras de madre, hicieron más por mí que mil libros.

Chely Seguel, mi cuñada, mi segunda madre, la que amo entrañablemente, la que con todas sus contradicciones y complejidades ha sabido ser fiel a la distancia y mantener un amor incondicional pese a tantos dolores y heridas en el camino. Más que la esposa de mi cuñado, es una madre, una amiga, regañona a veces, insoportable otras veces, pero amorosa siempre.

Finalmente, Mery, mi esposa, que sin ser mi madre, en el trato a nuestros hijos me ha mostrado el significado de ser madre y con su actitud ha sanado muchas de mis heridas. Me gozo al ver que Alexis y Mery la tienen a ella como referente de vida.

En el camino hay otras madres, mujeres que estuvieron allí para alentarnos, apoyarnos, darnos ánimo, acompañarnos, corregirnos, tirarnos las orejas, darnos la posibilidad de mirar la vida con una perspectiva diferente.

No es cierto que madre hay una sola, ese es un invento egoísta. Ciertamente amo a Elba Eliana Pérez Arqueros, mi madre, esa mujer que sacó adelante a cinco hijos, sin marido, pero con fuerza, con tesón, con ganas, con empuje y con fe. Ella es mi referente, pero sería injusto pensar que es única. Injusto por las mujeres que estuvieron en mi camino para darme el calor de madre, que no es otro que la confianza, el valor, la energía, la certeza, la vislumbre de luz al final del túnel… todo lo que hace una madre que incondicionalmente ama.

No es cierto que madre hay una sola… son muchas las personas que confluyen en nuestra vida para que seamos lo que somos. Muchos los que aportan para que podamos construir esta madeja intensa y compleja que llamamos existencia.

Un saludo, un abrazo, un inmenso agradecimiento a mis madres, a todas aquellas mujeres que en el peregrinar de mi vida, han sido el sendero que ha guiado mi vida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.