jueves, 26 de agosto de 2010

La pregunta

―¡Eres tonta!

Las palabras sonaron como un cañonazo disparado junto a ella. Era lo que faltaba.

Caminó lentamente bajo el abrigo silencioso de los álamos en camino a su casa. La tarde tranquila hamacaba las ramas de los árboles en melodioso susurro. Pero la calma del lugar no la impresionaba. Estaba sorda por el estampido de esas dos palabras.

Mientras daba un paso tras otro, repasaba en su mente las horas pasadas.

Su vida parecía haber sido un error desde el principio. Llegó sin aviso (al menos eso decía su madre). Era torpe, según le decían a diario sus hermanas mayores.

―Tú no te casarás nunca. Eres idiota.

Tal vez la hermana no quiso decir precisamente eso, pero el silbido demoledor de las palabras seguían retumbando en su mente sin que pudiese hacer nada para impedirlo. A las palabras no sólo se las lleva el viento.

Cuando llegó a su casa encontró a su madre dando los últimos retoques al almuerzo.

―Apúrate, hija, que tengo que salir y tienes que ayudarme con la mesa para que todo esté listo para cuando lleguen tus hermanas.

Se acercó sin decir palabras esperando un abrazo o un beso.

―¿Qué haces ahí parada como una tonta? ¡Apúrate, te digo! ―grito la madre.

Con la misma displicencia con que había venido se fue a su dormitorio. Era un cuarto donde apenas quedaba espacio para su cama rodeada por cajas donde la madre guardaba cosas que la familia no usaba.

Una ventanita daba hacia el patio. Por ella se veían las gallinas, y también las rosas que su madre cultivaba con mucho esmero. Ella no podía acercarse a las flores pues la madre siempre le decía que pudría dañarlas. Tenía que conformarse con mirarlas desde lejos. Así, en silencio, desde la ventana, sin molestar a nadie.

Se dejó caer sobre la cama y, acostada mirando el techo, dejó que su mente divagara.

Muchas veces soñaba que iba por el mar, navegando, recorriendo otros lugares. Al llegar al puerto, una carroza de lujo con briosos corceles y un paje la esperaba.

Noche tras noche repetía el ensueño. Todos los días el mismo sueño, con los mismos personajes.

―¡Levántate, floja inútil ―graznó la madre, arrojándole un almohadón de lana.

Ella la quedó mirando en silencio, y por unos segundos deseó intensamente abrazarla. Su madre era linda, su pelo castaño rodaba sobre sus hombros como un río de suave pendiente. Sus ojos claros parecían despedir fulgores de dulzura. Parecía una reina.

Se levantó y se cambió de ropa.

Pensaba en su madre. No siempre actuaba así. A veces la abrazaba y le daba un beso en la frente. Pero hoy estaba nerviosa. El asunto del asilo de ancianos la tenía ansiosa. Le habían encargado la fiesta de recolección de fondos y estaba decidida a que todo saliese bien.

Ayudó en la casa en todo lo que le pidieron. Cuando su madre se fue, se dirigió lentamente hacia el fondo del patio. A1lí estaban los paltos: Dos imponentes arboles que daban las paltas (aguacates) más sabrosos del barrio. Eran el orgullo de su padre.

Ella solía subirse a uno de ellos cada vez que podía, cuando su madre la veía encaramada en sus ramas, la reprendía diciéndole que ya era grande para andar trepada en los árboles, y le recordaba con insistencia que ya tenía catorce años que debía preocuparse de otras cosas en vez de quedarse como una boba mirando no se qué.

Ahora que ella se había ido podía estar tranquila.

Lo había pensado un par de veces. Al principio pasó como una estrella fugaz. Pero la idea había vuelto con insistencia. Las palabras de la profesora seguían estallando en su mente.

A veces pensaba que tal vez tuvieran razón, que ella era realmente tonta. Casi todas sus compañeras tenían un amigo especial con quien salían. A ella casi nunca le hablaban los muchachos.

De pronto pensaba: “¡Tantos no pueden equivocarse! Soy tonta”.

Al día siguiente se levantó muy temprano para ocupar el baño. Lo hacía todos 1os días, pues no quería que la regañaran por ocuparlo cuando otros lo necesitaban. Sus hermanas no soportaban encontrarla allí, pues alegaban que llegarían tarde a la universidad por causa de la estúpida hermana que tenían.

Su refugio secreto eran unos libros de poesía que sacaba a hurtadillas de la biblioteca de su padre. Solía solazarse leyendo. Soñaba; era lo que mejor sabía hacer.

Cuando salió hacia la escuela besó a cada uno de los miembros de su familia. Sus hermanas ni se percataron de ella, la dejaron irse sin un adiós, con ademán hosco. Su padre le dijo:

―¡Pórtate bien! ―y ella asintió con la cabeza. Siempre le decía lo mismo.

La madre recibió con indiferencia su beso.

Al salir pasó por última vez por su dormitorio. Sabía muy bien que al llegar a casa no encontraría a nadie. Ese día todos almorzaban afuera.

Cuando llegó al colegio fue arrastrada por la marea de estudiantes que entraban con gran algarabía al liceo.

Pasó la mañana pensativa. Tomó notas por costumbre, pero estuvo como ausente.

Sólo en la clase de filosofía escuchó con atención. Siempre en ese momento lo hacía. La profesora tenía una forma tan especial y amorosa de tratar a sus estudiantes, que se sentía cómoda en esa asignatura.

Al finalizar la hora se acercó a la profesora cuando ésta ya se iba y le pasó un papelito doblado.

Se quedó mirándola, expectante.

La profesora abrió la hojita, y la miró por un momento sin decir nada.

Lentamente fue levantando la vista y alargando los brazos se acercó a ella y la abrazó con fuerza. No dijo nada, pero ella comenzó a llorar. Permitió que sus lágrimas rodaran libremente por su rostro y como si de pronto un volcán entrara en erupción, brotó de sus labios un fuerte sollozo que resonó en la sala vacía.

La profesora pasó una mano por su cabeza y le besó la frente. Desde sus manos calló el papel que contenía sólo una pregunta:
Si yo me suicido, ¿le importará a alguien?. 
Cuando regresó a casa, corrió al patio, se acercó al palto, y tiró de una cuerda que colgaba de una de las ramas. Ésta cedió y fue a caer a sus pies.

Regresó a su habitación, y por la ventana le pareció que las rosas le sonreían.

Pronto llegarían todos a casa. Ya era casi de noche. 

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Lo publiqué hace años en una revista de Argentina. Está basado en un caso real. Es la otra cara de lo que escribí el otro día sobre otra profesora.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

martes, 24 de agosto de 2010

Apacienta mis ovejas

A modo de aclaración

La iglesia es una sociedad que no se divide por categorizaciones o jerarquías, como algunos equivocadamente plantean. La organización eclesiástica está formada por personas que se ayudan mutuamente en función de los dones recibidos. No hay lugar para caudillismos en la iglesia.



Uno de esos carismas es el pastorado. Todos en la iglesia, incluyendo los pastores, necesitamos a un pastor en nuestras vidas. En estos últimos meses he vivido momentos realmente difíciles, tal vez los más difíciles de mi vida. ¡Cuánto he añorado un pastor en mi vida en estos días! Pensando en eso, me acordé de algo que había escrito hace años, cuando era estudiante de Filosofía y Educación en la Universidad de Concepción. Algo que fue publicado en su momento como un homenaje a quien siempre sentí como mi pastor, el ya fallecido Pr. Alberto Espinoza. ¡Cuánta falta me ha hecho en estos días! Vuelvo a publicar lo que en aquella oportunidad escribí, puede servirnos para entender la verdadera dimensión del pastorado, que nada tiene que ver con caudillismo, sino con liderazgo de vida y el entusiasmar con una visión de perdón, tolerancia, confraternidad, hermandad, respeto, comprensión y amor.



Apacienta mis ovejas

Aquel día había sido particularmente duro. Un examen, varias responsabilidades y un sinfín de otras cosas hacían que me sintiese realmente cansado.

Caminaba lentamente. A ratos añoraba en mi mente las tranquilas horas cuando solía retozar a orillas del río Ñuble, leyendo un libro y escuchando el dulce murmullo de las aguas deslizándose entre las rocas. En ese momento quise dejar todo e irme. Pero, no podía. Cuando uno se sube a un avión no puede bajarse hasta que éste aterrice, y yo veía todo muy lejano.

De pronto me invadió un gran deseo de llorar. Pasaba por uno de esos momentos cuando nada parece cristalino. La gente que iba y venía me parecía lejana. Sentirse solo en medio de una multitud es una experiencia muy triste. El vacío que se siente es comparable a la oscuridad silenciosa de un túnel sin salida.



Llegué a casa. Todo estaba quieto. Habrían pasado unas dos horas antes que mi esposa retornara con nuestra pequeña. Al poco rato tocaron la puerta. Al abrir me encontré con el cartero, quien sonriente, me extendió una carta y me dijo:

―¡Buenas noticias!

Sonreí levemente. Él siempre decía lo mismo. Al leer la carta caí en un sentimiento de abandono más hondo. Era la gota que faltaba para que mi melancolía rebosara, no sólo sentía hastío, sino también impotencia y rabia.

De pronto, impulsado por un deseo de salir, tomé una chaqueta y me dirigí a la calle. Ya estaba anocheciendo. Vagué por mucho rato dejándome llevar por la riada de gente que caminaba a mi lado. En algún momento se .me vino la imagen del pastor. Decidí ir a visitarlo. Subí a un autobús y en una hora llegué a su casa. Sin embargo, nadie salió a la puerta. La casa estaba vacía.

Me quedé un buen rato sentado en el asfalto, sumido en un profundo sentimiento de soledad. Antes de devolverme, puse debajo o de la puerta un mensaje que decía: “Hermano Alberto, son las 2l. Vine a conversar con usted. Vendré otro día”.

Después regresé. Llegué a mi hogar pasadas las 22. Mi esposa me esperaba intranquila. No quise, comentarle lo que me pasaba, ella estaba cansada igual que yo. Después de una breve conversación, nos fuimos a dormir.

Cerca de las 23:30 sentí golpear la puerta, al abrir me quedé sorprendido de ver frente a mí al pastor. Permanecí en silencio y boquiabierto por un par de segundos. Me dijo:

―Bien, aquí estoy.

Rápidamente me di cuenta de que había salido de su casa hacía una hora y que era ya la medianoche, el pastor pasó a la sala en el momento en que aparecía mi esposa. Quise excusarme por haberlo molestado a esa hora y le dije que se trataba de algo no muy importante. El pastor me replicó:

―Te equivocas, Miguel. Todo es importante.

Guardé silencio por unos minutos. Aún tenía los sentimientos de la tarde, fui en busca de la carta que había recibido. Le hablé de ella. Conversamos largamente. Fue una charla de esas que no se olvidan.

Me habló de Jesús, de ese mismo Jesús en quien no había pensado mientras me dejaba llevar por la desesperanza.

Sentí las tibias manos de mi esposa sobre las· mías. Las palabras del pastor fueron impactando en mí. Poco a poco fui aliviándome al saberme parte de un cuerpo y al sentir la sensación de no estar abandonado. Nos arrodillamos a orar.

Le ofrecí al pastor que se quedase esa noche en mi casa, pero no quiso, para no preocupar a su esposa y se fue. Nos quedamos un momento apoyados en el dintel. Mi esposa me preguntó:

―¿Cómo te sientes?

―Bien ―le respondí― siento una gran tranquilidad, algo así como haber sido sacado de un pozo muy profundo. Ella sonrió, mientras ese anciano hacia quien sentía gratitud, admiración y respeto se alejaba, pensaba: “Ese hombre es mi pastor”.



© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

domingo, 22 de agosto de 2010

Liderazgo y caudillismo, similares pero muy diferentes

Líder es quien tiene seguidores voluntarios; caudillo es el que logra adeptos a fuerza de amenazas y chantajes.

El liderazgo perdura en el tiempo con sus resultados; el caudillo pasa como tamo que se lleva el viento.

El caudillo se pregunta cómo lograr que le obedezcan; el líder está más ocupado en entusiasmar y contagiar con una visión.

El líder sueña y crea; el caudillo vive de aspiraciones prestadas y de ideales ajenos.

El líder está continuamente aprendiendo; el caudillo es sabio en su propia opinión.

El líder se ejercita permanentemente para ser mejor; el caudillo quiere resultados con su menor esfuerzo.

El líder está marcado por el amor; al caudillo lo rodean los celos y la sensación de que hay gente que quiere hacerle mal.

El líder tiene visión de futuro; el caudillo vive con su rostro hacia el pasado, añorando la época cuando había más súbditos y muy pocos reyes.

El líder inyecta energías pensando en el mañana; al caudillo sólo le interesa el ayer.

El líder se renueva cada día que termina, porque tiene sus ojos puestos en el horizonte, por donde el sol despunta e ilumina la esperanza; el caudillo sufre de miopía mirando hacia las sombras del pasado, creyendo el absurdo de que todo tiempo pasado fue mejor.

El líder hace planes; el caudillo vive de nostalgias.

El líder vive cada día como una lucha; el tirano sufre cada día como un día que lo acerca a la muerte.

El líder es activo, pleno de proyectos y esperanzas. El caudillo tiende a la pasividad, repite viejos esquemas añosos, y carece de esperanzas.

El líder entusiasma; el caudillo asusta.

El líder piensa en el bienestar de todos; el caudillo sólo se proyecta a sí mismo.

Los caudillos abundan, se mimetizan en sonrisas y homenajes; los líderes son pocos y no van buscando aplausos.

Los líderes guían; los caudillos ordenan.

Los caudillos imponen reglas, normas y protocolos; los líderes trabajan juntos, ayudan a crear senderos, hacen estelas en el desierto hasta los vergeles del entusiasmo.

Los líderes usan el elogio sincero, la palmada honesta, la aprobación sin mácula; los caudillos utilizan el panegírico, la adulación y estrechan sólo las manos que quieren encadenar.

Los líderes tiende puentes sobre el abismo; los caudillos adoran la tradición y derriban las iniciativas de avance.

A los líderes se los recuerda y se los añora; los caudillos, por muy fuertes que sean, pasan, se olvidan, y hasta la estela de dolor que han dejado, desaparece.

Los líderes se evidencian en los adeptos que le siguen gozosos; los caudillos tiene seguidores temerosos que esperan ansiosos que desaparezcan.

Los líderes son revolucionarios porque cambian la manera de ver el mundo y logran que sus seguidores se vean a sí mismos con nuevos ojos; los caudillos se conforman con lo ya conocido y detestan cualquier iniciativa que huela a novedad.

De los líderes se aprende; a los caudillos la historia, finalmente, los reprende.

Los líderes son la luz en medio de la oscuridad y la confusión; los caudillos, temen la claridad de las ideas y prefieren la ignorancia, porque la superstición es su aliada.

Del libro aún inédito: El líder que ama


© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

viernes, 20 de agosto de 2010

Carta a una maestra

Apreciada maestra:

Hoy llegó nuestra hija a casa llorando. Soy un padre preocupado y amo entrañablemente al tesoro que Dios nos ha confiado a mi esposa y a mí, por eso, indagué la razón de su tristeza y me contó la reacción suya ante una de sus preguntas.

Hemos enseñado a nuestra hija a solucionar sus problemas por sí misma. Como norma, no solemos intervenir en las situaciones adversas que enfrenta, a menos que éstas la superen. El otro día nos contó que no entendía los contenidos de la asignatura que usted enseña. Nuestra respuesta fue:

―Habla con tú profesora y dile que te recomiende algún método de estudio específico para ese ramo o algún libro que puedas utilizar de refuerzo para aprender.

Ella accedió a nuestra sugerencia. Pero, esta mañana cuando se acercó a usted su respuesta fue:


―Lo siento señorita, si usted no entiende ese es su problema, no el mío, así que arrégleselas sola.

Si yo hubiese sido adolescente, ante una respuesta tal, probablemente hubiese llorado.

Mi mayor preocupación no es que mi hija aprenda matemáticas o historia o cualquier otra asignatura. Sé que con esfuerzo y aplicación finalmente aprenderá. De hecho, debido a su reacción hemos contratado a un profesor particular para que le enseñe. Sin duda, mejorará sus notas. Nuestra gran preocupación son las otras “enseñanzas” que usted le está transmitiendo. Con su actitud le está mostrando despotismo y falta de amor. La pregunta de nuestra hija entre sollozos fue:

―Papá, ¿por qué actúa así, acaso no es cristiana?

Intenté dar una justificación que me pareció insulsa, le dije:

―Probablemente la sorprendiste en un mal momento. Si enseña en un colegio cristiano entonces debe ser una buena persona.

En el fondo sabía que esa respuesta no me convencía ni a mí mismo. Pero, no es nuestro hábito envalentonar a nuestros hijos en contra de otras personas, menos de sus maestros.

Yo me hago la pregunta: ¿Qué justifica tratar así a una persona joven? ¿Qué disculpa herirlo, maltratarlo y hacerlo sentir como alguien disminuido?

Tal vez recuerde cuando usted fue adolescente. ¿No sentía a veces un miedo atroz al fracaso? ¿No le parecía en ocasiones que nunca sería capaz de aprender?

Mi más grande anhelo es que mi hija alcance la salvación en Jesucristo y llegue al cielo. Como padres hacemos todo lo posible para amarla, respetarla y guiarla. Queremos ser ejemplos vivos que impresionen su vida. ¿Sería mucho pedir que nos ayudara en esta tarea, considerando que también usted es cristiana y suponemos que anhela tanto como nosotros la patria celestial?

¿Qué espera una adolescente de un profesor? Debo confesar que sus expectativas no son demasiado exigentes. Espera, como todos, que la respeten, porque su alto nivel de justicia supone que ese es el trato correcto. Quiere a alguien que no enseñe matemáticas, historia o cualquier otra asignatura solamente, sino a una persona que la emocione con la vida, que le diga en palabras y acciones: “¡Es lindo vivir, vale la pena vivir!”

Desea fervorosamente a alguna persona que sea capaz de potenciar su identidad y no anularla, aceptando sus preguntas aunque sean o parezcan impertinentes y poco oportunas. Precisa de alguien que reconozca sus virtudes aunque como adolescente no esté muy seguro de ellas. Quiere a alguien a quien admirar porque necesita con ansias a alguien para seguir e imitar. Anhela en suma, que la amen incondicionalmente, con el amor que todos esperamos, ese que se da con franqueza y honestidad, sólo por el hecho de ser seres humanos.

Querida maestra, no sé qué le pasó, espero fervorosamente que solamente haya sido un mal momento y que luego mi hija valore en usted esa belleza de alma que seguramente usted tiene. Confío en que cuando nuestro Señor venga, no sólo usted esté en dicha cita sino también sus alumnos, entre los cuales confío que esté mi hija.

Sinceramente, un padre preocupado.

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Este artículo lo publiqué cuando mi hija era adolescente en la revista Mundo Joven, en México.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

jueves, 19 de agosto de 2010

A propósito de encuentro

El 13 de junio de 1965 murió en Jerusalén el filósofo israelí nacido en Viena, Martín Buber. Con su muerte se apagó la voz de un místico y un pensador altamente visionario.

En estos días en que tanto suele hablarse de "encuentro", vale la pena recordar al menos algunos conceptos por él analizados.

En contraste con la fe hebrea que se da en una relación comunitaria con un TU absoluto, Buber contrapone la fe cristiana marcada por una relación subjetiva, individual, mediada por una conversión personal que se supone, de manera extrema, como exclusivamente personal… lo que en verdad no es cierto. Nadie vive exclusivamente para sí, y para creer, siempre es necesaria la participación de un TU.

En el individualismo contemporáneo, Buber observa elementos de deterioro de la humanidad: El individualismo, frente al cual Dios se yergue como entidad abstracta o concepto metafísico y la imposibilidad de llegar al "nosotros esencial", mediado por el TU divino.


En su libro YO y TU (Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1969. Traducido por Horacio Crespo), Buber sintetiza sus ideas diciendo que la autenticidad de la existencia humana reside en la inserción en la relación YO-TU. La vida verdadera se halla en el "encuentro" de los sujetos, encuentro que es directo y en él no se interpone entre el yo y el tú ningún sistema de ideas.

En palabras de Buber:
La actitud del hombre es doble en conformidad con la dualidad de las palabras fundamentales que pronuncia. Las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos aislados, sino pares de vocablos. Una de estas palabras primordiales es el par de vocablos Yo-Tú. La otra palabra primordial es el par Yo-Ello, en el que Él o Ella pueden reemplazar a Ello. De ahí que también el Yo del hombre sea doble. Pues el Yo de la palabra primordial Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra primordial Yo-Ello. 
La tragedia es que el ser humano se convierta en ELLO, desprovisto de la dimensión relacional que da el ser un TU. Es decir, convierte al otro en objeto perdiendo la relación.

Dice Buber: 
El hombre no puede hacerse enteramente hombre mediante su relación consigo mismo, sino gracias a su relación con otro mismo. 
Adelantamos enormemente cuando vemos en la dimensión espacio-temporal a un ser humano como un TU, no como un ELLO. Extrapolando un poco más esta idea diremos que el ELLO se cosifica convirtiendo en un objeto carente de dignidad y mediatizado por la utilidad y el "servicio" que nos pueda prestar, de esta forma entonces, tal como no podemos comunicarnos efectivamente con una MESA carente de conciencia, tampoco podemos relacionamos con un ELLO al que hemos privado en el acto cosificador de la cualidad de TU.

Los objetos son reemplazados, se hacen en serie, son útiles y luego se desechan. Su incapacidad de conciencia y el ser inermes, los hace nulos para un ENCUENTRO.

En la medida en que convertimos al ser humano en ELLO evitamos el Encuentro y entramos en la vida del solipsismo: nos hacemos incapaces de comunicación. Tratar a otro ser humano como objeto es despersonalizarlo, quitarle su esencia misma de humano, es en el fondo asesinarlo como persona.

Nuevamente en palabras de Buber: 
El hombre que tiene experiencia de las cosas no participa en absoluto en el mundo. Pues es ‘en él’ donde la experiencia surge, y no entre él y el mundo. El mundo no tiene parte en la experiencia. Se deja experimentar, pero no compromete su interés. Pues esta experiencia nada le agrega y nada agrega a la experiencia. En cuanto experiencia, el mundo pertenece a la palabra primordial Yo-Ello. La palabra primordial Yo-Tú establece el mundo de la relación. 
Parafraseando al filósofo alemán Enmanuel Kant diremos que el hombre es un fin en sí mismo y debe ser descubierto como tal, de otra forma, tratado como medio, se ha de convertir en un ELLO desprovisto de la dimensión enriquecedora que da la relación con un TU.

Como señala Buber: 
La palabra primordial Yo-Tú sólo puede ser dicha con la totalidad del ser. La concentración y la fusión en todo el ser nunca pueden operarse por obra mía, pero esta concentración no puede hacerse sin mí. Me realizo al contacto del Tú; al volverme Yo, digo Tú. Toda vida verdadera es encuentro. 
El ENCUENTRO pasa primero por reconocer en otros a un TU, válido como interlocutor. De otra forma, vano es hablar de encuentro.

En palabras de Buber: 
Entre el Yo y el Tú no se interponen ni fines, ni placer, ni anticipación. El deseo mismo cambia cuando pasa de la imagen soñada a la imagen aparecida. Todo medio es un obstáculo. Sólo cuando todos los medios están abolidos, se produce el encuentro. 
El TU del encuentro se produce sólo cuando entramos en una relación íntima, personal, cuando dejamos de percibir a los otros como un ELLO impersonal y lejano. Hablar de “encuentro”, sin entender, lo que significa el TU, es un giro de palabras que no tienen sentido.

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Lo publiqué originalmente en el Diario La Discusión en Chillán, Chile, hace algunos años. Me parece que el tema sigue siendo actual y pertinente.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.