―¡Eres tonta!
Las palabras sonaron como un cañonazo disparado junto a ella. Era lo que faltaba.
Las palabras sonaron como un cañonazo disparado junto a ella. Era lo que faltaba.
Caminó lentamente bajo el abrigo silencioso de los álamos en camino a su casa. La tarde tranquila hamacaba las ramas de los árboles en melodioso susurro. Pero la calma del lugar no la impresionaba. Estaba sorda por el estampido de esas dos palabras.
Mientras daba un paso tras otro, repasaba en su mente las horas pasadas.
Su vida parecía haber sido un error desde el principio. Llegó sin aviso (al menos eso decía su madre). Era torpe, según le decían a diario sus hermanas mayores.
―Tú no te casarás nunca. Eres idiota.
Tal vez la hermana no quiso decir precisamente eso, pero el silbido demoledor de las palabras seguían retumbando en su mente sin que pudiese hacer nada para impedirlo. A las palabras no sólo se las lleva el viento.
Cuando llegó a su casa encontró a su madre dando los últimos retoques al almuerzo.
―Apúrate, hija, que tengo que salir y tienes que ayudarme con la mesa para que todo esté listo para cuando lleguen tus hermanas.
Se acercó sin decir palabras esperando un abrazo o un beso.
―¿Qué haces ahí parada como una tonta? ¡Apúrate, te digo! ―grito la madre.
Con la misma displicencia con que había venido se fue a su dormitorio. Era un cuarto donde apenas quedaba espacio para su cama rodeada por cajas donde la madre guardaba cosas que la familia no usaba.
Una ventanita daba hacia el patio. Por ella se veían las gallinas, y también las rosas que su madre cultivaba con mucho esmero. Ella no podía acercarse a las flores pues la madre siempre le decía que pudría dañarlas. Tenía que conformarse con mirarlas desde lejos. Así, en silencio, desde la ventana, sin molestar a nadie.
Se dejó caer sobre la cama y, acostada mirando el techo, dejó que su mente divagara.
Muchas veces soñaba que iba por el mar, navegando, recorriendo otros lugares. Al llegar al puerto, una carroza de lujo con briosos corceles y un paje la esperaba.
Noche tras noche repetía el ensueño. Todos los días el mismo sueño, con los mismos personajes.
―¡Levántate, floja inútil ―graznó la madre, arrojándole un almohadón de lana.
Ella la quedó mirando en silencio, y por unos segundos deseó intensamente abrazarla. Su madre era linda, su pelo castaño rodaba sobre sus hombros como un río de suave pendiente. Sus ojos claros parecían despedir fulgores de dulzura. Parecía una reina.
Se levantó y se cambió de ropa.
Pensaba en su madre. No siempre actuaba así. A veces la abrazaba y le daba un beso en la frente. Pero hoy estaba nerviosa. El asunto del asilo de ancianos la tenía ansiosa. Le habían encargado la fiesta de recolección de fondos y estaba decidida a que todo saliese bien.
Ayudó en la casa en todo lo que le pidieron. Cuando su madre se fue, se dirigió lentamente hacia el fondo del patio. A1lí estaban los paltos: Dos imponentes arboles que daban las paltas (aguacates) más sabrosos del barrio. Eran el orgullo de su padre.
Ella solía subirse a uno de ellos cada vez que podía, cuando su madre la veía encaramada en sus ramas, la reprendía diciéndole que ya era grande para andar trepada en los árboles, y le recordaba con insistencia que ya tenía catorce años que debía preocuparse de otras cosas en vez de quedarse como una boba mirando no se qué.
Ahora que ella se había ido podía estar tranquila.
Lo había pensado un par de veces. Al principio pasó como una estrella fugaz. Pero la idea había vuelto con insistencia. Las palabras de la profesora seguían estallando en su mente.
A veces pensaba que tal vez tuvieran razón, que ella era realmente tonta. Casi todas sus compañeras tenían un amigo especial con quien salían. A ella casi nunca le hablaban los muchachos.
De pronto pensaba: “¡Tantos no pueden equivocarse! Soy tonta”.
Al día siguiente se levantó muy temprano para ocupar el baño. Lo hacía todos 1os días, pues no quería que la regañaran por ocuparlo cuando otros lo necesitaban. Sus hermanas no soportaban encontrarla allí, pues alegaban que llegarían tarde a la universidad por causa de la estúpida hermana que tenían.
Su refugio secreto eran unos libros de poesía que sacaba a hurtadillas de la biblioteca de su padre. Solía solazarse leyendo. Soñaba; era lo que mejor sabía hacer.
Cuando salió hacia la escuela besó a cada uno de los miembros de su familia. Sus hermanas ni se percataron de ella, la dejaron irse sin un adiós, con ademán hosco. Su padre le dijo:
―¡Pórtate bien! ―y ella asintió con la cabeza. Siempre le decía lo mismo.
La madre recibió con indiferencia su beso.
Al salir pasó por última vez por su dormitorio. Sabía muy bien que al llegar a casa no encontraría a nadie. Ese día todos almorzaban afuera.
Cuando llegó al colegio fue arrastrada por la marea de estudiantes que entraban con gran algarabía al liceo.
Pasó la mañana pensativa. Tomó notas por costumbre, pero estuvo como ausente.
Sólo en la clase de filosofía escuchó con atención. Siempre en ese momento lo hacía. La profesora tenía una forma tan especial y amorosa de tratar a sus estudiantes, que se sentía cómoda en esa asignatura.
Al finalizar la hora se acercó a la profesora cuando ésta ya se iba y le pasó un papelito doblado.
Se quedó mirándola, expectante.
La profesora abrió la hojita, y la miró por un momento sin decir nada.
Lentamente fue levantando la vista y alargando los brazos se acercó a ella y la abrazó con fuerza. No dijo nada, pero ella comenzó a llorar. Permitió que sus lágrimas rodaran libremente por su rostro y como si de pronto un volcán entrara en erupción, brotó de sus labios un fuerte sollozo que resonó en la sala vacía.
La profesora pasó una mano por su cabeza y le besó la frente. Desde sus manos calló el papel que contenía sólo una pregunta:
Regresó a su habitación, y por la ventana le pareció que las rosas le sonreían.
Pronto llegarían todos a casa. Ya era casi de noche.
Mientras daba un paso tras otro, repasaba en su mente las horas pasadas.
Su vida parecía haber sido un error desde el principio. Llegó sin aviso (al menos eso decía su madre). Era torpe, según le decían a diario sus hermanas mayores.
―Tú no te casarás nunca. Eres idiota.
Tal vez la hermana no quiso decir precisamente eso, pero el silbido demoledor de las palabras seguían retumbando en su mente sin que pudiese hacer nada para impedirlo. A las palabras no sólo se las lleva el viento.
Cuando llegó a su casa encontró a su madre dando los últimos retoques al almuerzo.
―Apúrate, hija, que tengo que salir y tienes que ayudarme con la mesa para que todo esté listo para cuando lleguen tus hermanas.
Se acercó sin decir palabras esperando un abrazo o un beso.
―¿Qué haces ahí parada como una tonta? ¡Apúrate, te digo! ―grito la madre.
Con la misma displicencia con que había venido se fue a su dormitorio. Era un cuarto donde apenas quedaba espacio para su cama rodeada por cajas donde la madre guardaba cosas que la familia no usaba.
Una ventanita daba hacia el patio. Por ella se veían las gallinas, y también las rosas que su madre cultivaba con mucho esmero. Ella no podía acercarse a las flores pues la madre siempre le decía que pudría dañarlas. Tenía que conformarse con mirarlas desde lejos. Así, en silencio, desde la ventana, sin molestar a nadie.
Se dejó caer sobre la cama y, acostada mirando el techo, dejó que su mente divagara.
Muchas veces soñaba que iba por el mar, navegando, recorriendo otros lugares. Al llegar al puerto, una carroza de lujo con briosos corceles y un paje la esperaba.
Noche tras noche repetía el ensueño. Todos los días el mismo sueño, con los mismos personajes.
―¡Levántate, floja inútil ―graznó la madre, arrojándole un almohadón de lana.
Ella la quedó mirando en silencio, y por unos segundos deseó intensamente abrazarla. Su madre era linda, su pelo castaño rodaba sobre sus hombros como un río de suave pendiente. Sus ojos claros parecían despedir fulgores de dulzura. Parecía una reina.
Se levantó y se cambió de ropa.
Pensaba en su madre. No siempre actuaba así. A veces la abrazaba y le daba un beso en la frente. Pero hoy estaba nerviosa. El asunto del asilo de ancianos la tenía ansiosa. Le habían encargado la fiesta de recolección de fondos y estaba decidida a que todo saliese bien.
Ayudó en la casa en todo lo que le pidieron. Cuando su madre se fue, se dirigió lentamente hacia el fondo del patio. A1lí estaban los paltos: Dos imponentes arboles que daban las paltas (aguacates) más sabrosos del barrio. Eran el orgullo de su padre.
Ella solía subirse a uno de ellos cada vez que podía, cuando su madre la veía encaramada en sus ramas, la reprendía diciéndole que ya era grande para andar trepada en los árboles, y le recordaba con insistencia que ya tenía catorce años que debía preocuparse de otras cosas en vez de quedarse como una boba mirando no se qué.
Ahora que ella se había ido podía estar tranquila.
Lo había pensado un par de veces. Al principio pasó como una estrella fugaz. Pero la idea había vuelto con insistencia. Las palabras de la profesora seguían estallando en su mente.
A veces pensaba que tal vez tuvieran razón, que ella era realmente tonta. Casi todas sus compañeras tenían un amigo especial con quien salían. A ella casi nunca le hablaban los muchachos.
De pronto pensaba: “¡Tantos no pueden equivocarse! Soy tonta”.
Al día siguiente se levantó muy temprano para ocupar el baño. Lo hacía todos 1os días, pues no quería que la regañaran por ocuparlo cuando otros lo necesitaban. Sus hermanas no soportaban encontrarla allí, pues alegaban que llegarían tarde a la universidad por causa de la estúpida hermana que tenían.
Su refugio secreto eran unos libros de poesía que sacaba a hurtadillas de la biblioteca de su padre. Solía solazarse leyendo. Soñaba; era lo que mejor sabía hacer.
Cuando salió hacia la escuela besó a cada uno de los miembros de su familia. Sus hermanas ni se percataron de ella, la dejaron irse sin un adiós, con ademán hosco. Su padre le dijo:
―¡Pórtate bien! ―y ella asintió con la cabeza. Siempre le decía lo mismo.
La madre recibió con indiferencia su beso.
Al salir pasó por última vez por su dormitorio. Sabía muy bien que al llegar a casa no encontraría a nadie. Ese día todos almorzaban afuera.
Cuando llegó al colegio fue arrastrada por la marea de estudiantes que entraban con gran algarabía al liceo.
Pasó la mañana pensativa. Tomó notas por costumbre, pero estuvo como ausente.
Sólo en la clase de filosofía escuchó con atención. Siempre en ese momento lo hacía. La profesora tenía una forma tan especial y amorosa de tratar a sus estudiantes, que se sentía cómoda en esa asignatura.
Al finalizar la hora se acercó a la profesora cuando ésta ya se iba y le pasó un papelito doblado.
Se quedó mirándola, expectante.
La profesora abrió la hojita, y la miró por un momento sin decir nada.
Lentamente fue levantando la vista y alargando los brazos se acercó a ella y la abrazó con fuerza. No dijo nada, pero ella comenzó a llorar. Permitió que sus lágrimas rodaran libremente por su rostro y como si de pronto un volcán entrara en erupción, brotó de sus labios un fuerte sollozo que resonó en la sala vacía.
La profesora pasó una mano por su cabeza y le besó la frente. Desde sus manos calló el papel que contenía sólo una pregunta:
Si yo me suicido, ¿le importará a alguien?.Cuando regresó a casa, corrió al patio, se acercó al palto, y tiró de una cuerda que colgaba de una de las ramas. Ésta cedió y fue a caer a sus pies.
Regresó a su habitación, y por la ventana le pareció que las rosas le sonreían.
Pronto llegarían todos a casa. Ya era casi de noche.
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Lo publiqué hace años en una revista de Argentina. Está basado en un caso real. Es la otra cara de lo que escribí el otro día sobre otra profesora.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.