
A veces siento pena y, por qué no decirlo, vergüenza de llamarme cristiano.
Cuando un cristiano se equivoca, muchos en vez de actuar con caridad y con el espíritu de aquel que pretendemos seguir, obramos como si fuéramos chacales gozándonos de morder y destrozar a la víctima.
He venido siguiendo en estos días la situación del sacerdote Alberto Cutié, quien fue sorprendido en una relación de pareja en Miami. Más allá si se equivocó o no, que es tema de otra discusión, me ha impactado la saña de algunos comentarios que se han vertido en la Web. Ha pasado de héroe a villano en pocos días.
Recuerdo la primera vez que escuché a este sacerdote, fue en el funeral de una conocida cantante cubana. Su carisma y su fuerza no podrían pasar desapercibidos. Sin duda, es una persona motivada y con una gran pasión por comunicar.
Hoy en día, se discute la decisión que ha hecho de alejarse de la Iglesia Católica y unirse a las filas de la Iglesia Episcopal, que en muchos sentidos comparte doctrina con el catolicismo, aunque tienen también diferencias significativas. Deberá esperar un año para poder hacerse sacerdote episcopal, pero eso no le impedirá predicar ni realizar otras funciones.
Sin embargo, no han faltado las reacciones de quienes lo tildan de villano, delincuente y hasta inmoral por tomar dicha decisión, que es simplemente, una decisión nacida en la conciencia individual de una persona. Más allá de si estamos o no de acuerdo, ¿dónde está la caridad con el hermano que se equivoca?
No he podido dejar de comparar esta situación con la experiencia tristísima que viví hace algunos años con la salida de un amigo del ministerio. Se equivocó, sin duda. Pero, cuando recuerdo los comentarios mórbidos, la saña desprovista de caridad, las expresiones de repudio, el fariseismo recubierto de supuesta santidad, las palabras cargadas de desprecio, no puedo dejar de emocionarme al pensar que todos los que hacían eso, luego estaban en la iglesia cantando y adorando a Dios, como si nada hubiera pasado. Contentos de maltratar al hermano y tranquilos en su conciencia sin tener ni una pizca de dolor por haber sido los chacales del hermano caído.
¡Cuán fácil es juzgar! ¡Qué sencillo es sentarnos en la silla del juez para emitir veredictos, sin conocer todas las razones que llevan a las personas a actuar como lo hacen!
Nos olvidamos de las palabras de Jesús: "No juzguen", o de Pablo: "No juzgues".
Juzgar a otro supone ponernos en un rol de semi-dioses. Creer que entendemos todo lo que ha ocurrido en la vida de esa persona.
¿Dónde estaban los jueces cuando mi amigo calló? Alguien de los que habló con saña y hasta rencor, ¿fue a visitarlo? ¿le tendió la mano como un amigo?, ¿le curó las heridas que le quedaron luego de la golpiza de sus propios hermanos? Me pregunto, ¿dónde están los cristianos cuando el hermano cae y se equivoca?
A veces creo que es ingenuo esperar que algunos entiendan que el cristianismo, el real, no el de las formas ni las instituciones, el creado por Cristo, por el Nazareno de Galilea, exigía perdón, bondad, amor, caridad, compasión, misericordia, tolerancia y amistad. Sin ese compromiso con la misión de Cristo, no podemos llamarnos adecuadamente cristianos.